jueves, enero 13, 2005

Sobre cuando mi guitarra y yo recibimos un par de zapatazos

A mi padre y su guitarra

¿Que si duele? Supongo que sí, pero si tienes una guitarra, como la mía, de escudo, ni lo sientes. ¿Que por qué lo permití? Es que no lo permití, si casi ni me dí cuenta, supongo que hasta lo provoqué, pero esas son cosas del pasado. ¿Que te cuente? ¿Cuál, la primera vez? Porque hubo varias, varios zapatazos pero, la verdad, ninguno tan memorable como el primero, bueno, quizás también el último, que en realidad fue bastante más que un par de zapatazos.

¿Que si el primero me tomó por sorpresa? Hombre, claro, qué pregunta la tuya, sorpresas esperaba cuando me casé, pero nunca que mi mujer me tirara zapatazos.

¿Que por qué los otros no fueron tan memorables como el primero? Hombre, ¿que nunca te enteraste que todo la primera vez es siempre más memorable? Siempre, créeme. Recuerdo que, después de varios zapatazos que sólo recibió mi guitarra, las cosas de la vida, imáginate que mi mujer dejó de comprar zapatos de tacón alto y puntiagudo, cambió la moda, ¿me entiendes?, y ella, que siempre se jacta de no seguir las modas, de pronto decidió que los zapatos de taco bajo le quedaban mejor, que además eran mucho más cómodos, supongo que tenía razón, pero yo sólo pensaba en que finalmente mi guitarra ya no recibiría zapatazos que le romperían las cuerdas.

¿Que si alguna vez pensé dejar de tocar mi guitarra para evitar los zapatazos? Claro que no, hombre, si ya se había convertido en un ritual entre mi mujer y yo, ¿que si me gustaba el ritual? carajo cabrón, eso no lo había pensado. Supongo que sí.

Lo que te puedo asegurar es que, con zapatos de tacón alto o bajo, mi mujer tiene unas piernas de puta madre, tobillos delgados que se van ampliando suavemente hasta las rodillas, y lo demás, ni te cuento, de pura raza, como de yegua de paso peruana, ¿alguna vez viste a esas yeguas? No, claro que no, pues entonces sólo imagínate, unas piernas duras, como de acero, pero suavecitas al tocarlas, como de terciopelo, espléndidamente dibujadas, así son las de mi mujer, y cero celulitis ni ahora que ya es cincuentona, ¿me entiendes? No, claro que no. Tendrías que haberlas tocado alguna vez, pero pobre de tí, cabrón, si alguna vez te hubieses atrevido.

¿Que me fui por la tagente? Es cierto, para variar, qué terrible defecto es ese el mío, empiezo por aquí y sigo por otro lado, es que como que me distraigo, ¿me entiendes?, pero bueno tienes que admitir que siempre regreso al principio, y sí, cabrón, claro que me acuerdo, quieres que te cuente el primer zapatazo, o bueno, los dos primeros zapatazos, porque primero fue uno y después el otro. O.K., te cuento, voy al grano, ahora sí, palabra de hermano.

Estaba yo, el galán de siempre, te acordarás por supuesto, con mis 28 años recién cumplidos y mi mechón sobre la frente, acariciando mi guitarra como si fuese una mujer, ¿que no entiendes? Pero si los cuerpos de las mujeres se parecen a las guitarras, y no es invento mío cabrón, si lo han dicho muchos, creo que hasta Picasso.

El caso es que yo siempre tocaba mi guitarra así, creo que nunca me viste, pero trata de imaginarte, así, la parte de arriba, la delgada, donde están las cuerdas, pegada a mi rostro, y siempre acariciando sus cuerdas como si fuesen hebras de cabello de mujer; así, mientras mantenía el cuerpo de mi guitarra pegado a mi pecho, era como si además de cantar, para qué mentirte, le estaba haciendo el amor a mi guitarra. Modestia aparte, yo era un maestro con esas cuerdas, puta, la falta que me hace a veces rozarlas, mezclar su sonido con mi voz, carajo, cuando me acuerdo, siento que era mejor que hacerle el amor a una mujer, aún a una como la mía.

Sí, tienes razón. Sigo divagando. Pero ahora te lo cuento, palabra de hermano mayor, sin irme por la tangente.

Te decía que estaba yo cantando, porque, como siempre, no me despegaba nunca de mi guitarra, era mi segunda piel, y también como siempre, sabía que esa noche, me pedirían que cantara "La Mal Pagaa" y nunca me hice rogar, la neta, para qué mentirte, si era un enamorado perdido de mi guitarra, si sentía que me transportaba no sé dónde, pero a ese lugar feliz dónde sólo la magia de mi guitarra acurrucada en mi pecho existía, sólo así sentía esos orgasmos infinitos. ¿Que suena cursi? No lo dudo, pero me importa un comino. Ya, ya, O.K., regreso al cuento.

Con "La Mal Pagaa" iniciaba mi repertorio, ¿conoces la canción? Bueno, pues, esa. Y después, sin que nadie me lo pidiera, seguía con "Perfidia". ¿La conoces? ¿En serio que no? Aquella que va "mujer, mujer, si puedes tú con dios hablar", sí la conoces, imposible que no. Y seguía con "El Rey", como para equilibrar el asunto, ¿me entiendes? Primero "Perfidia", donde la mujer es reina, y luego, yo,"El Rey".

Sí, hermanito, todo fríamente calculado, y con los ojos cerrados y la pasión encendida, amén del mechón sobre la frente.

Pero te juro que, por lo menos la primera vez, en mi delirio, no me dí cuenta de que todas, porque eran puras mujeres las que me rodeaban, mujeres de mis amigos, incluso la esposa de un nuestro pariente, se me pegaban como larvas, y supongo que me excitaba, ¿me entiendes? Y seguía cantando, acariciando mi guitarra, sudando como cuando hacía el amor con mi propia mujer, extasiado. Sin parar, iba de una canción a otra, "Paloma negra, paloma negra, ¿dónde, dónde andarás...?, y "Nosotros que nos queremos tanto" y otras por el estilo, ya no me acuerdo muy bien todo mi repertorio, pero fue en algún momento de "Nosotros" que recibí el primer zapatazo.

A todos les hizo mucha gracia. Yo, la verdad, ni lo sentí. Le cayó a mi guitarra y terminó en el suelo. Una de las mujeres que me rodeaba tomó el zapato, muerta de risa, y lo tiró contra una ventana, creo al menos.

¿Que si rompió la ventana? Hombre, carajo, tú siempre tan detallista, ya no me acuerdo. Lo importante es que yo seguía cantando y las mujeres acumulándose a mi lado. "Quiero ser libre, vivir mi vida..." y zum, el segundo zapatazo. No perdí ni una sola nota. No, hermanito, te juro que no enfurecí. Simplemente agarré el zapato que se había enredado en las cuerdas de mi guitarra y había roto por lo menos dos de ellas y lo tiré al piso para seguir cantando feliz.

Tampoco a nadie le pareció raro, quiero decir, que mi mujer me tirara un par de zapatazos, algo tan poco social, ¿me entiendes? Todos seguían tan tranquilos, escuchándome cantar y riéndose, especialmente las mujeres. Pues sí, yo seguí cantando el resto de mi repertorio, importándome poco que algunas cuerdas de mi guitarra estuviesen rotas, ¿por qué? Pues por los zapatazos de mi mujer, cabrón, ya eso lo tenía bastante claro, pero igual, me importó poco.

¿Que si estoy exagerando? No, hombre, por Diosito que no. ¿Que si nadie se preocupó de mi mujer? En lo absoluto, cabrón. Nadie le hizo caso el menor caso, si mal no recuerdo, ella se largó, dando un portazo. Pero yo seguía, terco, aferrado a mi guitarra y cantando: "Quiéreme mucho, dulce amor mío", y de pronto, cabrón, la mujer de un amigo, bastante guapa, por cierto, pero sin las piernas de mi mujer, me zampó un tremendo beso, con lengua y todo, se desabotonó la blusa, delante de todos, ¿me entiendes?, allí, creo, estaba su marido, pero ella como si nada, me empezó a seducir, digo empezó pero ya tenía rato de hacerlo, y yo igual, pero yo trataba de seducirlas a todas, ¿me entiendes?, es que lo mío era tocar mi guitarra, lo demás no era importante, ya te dije, me importó poco que mi mujer se hubiese largado furiosa ni pensé que yo hubiese hecho algo que la ofendiera. Yo sólo estaba cantando, ¿me entiendes?, y sí también estaba seduciendo a las mujeres que me rodeaban, pues, bendito sea Dios!

Lo que pasó después, ¿te interesa? O.K., te lo cuento, pero también pasó sin que yo me diera mucha cuenta, ¿me entiendes?, terminé en la cama con la mujer de un amigo, ¿que a qué cama?, cómo jodes con los detalles, yo qué sé a qué cama, pero a una cama, yo qué sé de quién, y allí me la cogí, una sola vez, porque ella insistía que le cantara algo, cualquier cosa, aún sin guitarra, cosa que yo hice, creo al menos, hasta que me aburrí de repetir mi repertorio y ella, finalmente cabrón, se me durmió, sin importarle mucho nada, mucho menos que dos cuerdas de mi guitarra estuviesen rotas por los zapatazos de mi mujer.

Las cosas de las guitarras cuando uno las quiere como yo quería la mía.

¿Que qué pasó después?, sencillamente que mi mujer me pidió el divorcio al día siguiente, y que yo sigo sin entender. A lo mejor tú sí entiendes. No te rías, hijueputa. Sigo sin entender por qué nunca nos divorciamos y ya ni me acuerdo qué argumentos le dí, ni por qué, para convencerla que todo tenía que ver con mi guitarra, mucho menos cómo nos reconciliamos.

¿Qué? ¿Ahora quieres que te cuente la última vez que canté con mi guitarra? Pues lo único memorable de esa vez, además de que fue la última, creo que ya lo sabes, ¿que no lo sabes? cierto, si para entonces ya te habían matado.

Bueno, pues te lo cuento sólo porque eres mi único hermano, y porque ya estás muerto.

Una de esas noches, cuando regresabamos a casa después de cantar mi repertorio, mi mujer con zapatos tacón bajo y yo con mi guitarra y sus cuerdas reparadas, cada cual hizo lo suyo, ¿cómo que qué hicimos? esas cosas que hacen las parejas después de muchos años de vivir juntos, la rutina cabrón: quitarse la ropa, lavarse los dientes, esas cosas, ¿me entiendes? No, no me entiendes porque moriste muy joven y nunca las viviste, pero, carajo, alguien te las podría haber contado!

El caso es que ya nos habíamos medio dicho buenas noches, y yo estaba profundamente dormido cuando mi mujer me cortó las dos manos. ¿Que con qué? Pues con un cuchillo de cocina, de esos filosísimos. ¿Que si me dolió? En puta, hermano, en puta, pero sólo después, cuando me dí cuenta. Ni me lo digas, ya lo sé hermanito, prefieres estar muerto que verme así. Te entiendo. Ya sé que no es fácil que tu hermano mayor se haya quedado manco por culpa de una guitarra y de una mujer. Sí, hombre, ya lo sé, no tienes que decírmelo, es mucho peor que estar muerto.

El Señor Comandante

Lo encontraron con el moco colgado. Cercos de sudor cubrían su pecho lampiño. Su camisa azul de reo, raída, carecía de las coloridas condecoraciones que acostumbraba llevar sobre el hombro. Sus escasos cabellos, que apenas protegían el apachurrado círculo que siempre fue su cabeza, lucían como cortinas engomadas.
Encorvado sobre un tronco muerto, cerca de un charco presa de moscas, acariciaba su fláccido pene, hacia arriba y hacia abajo. Intentaba orinar, a cuentagotas, como tubería atrofiada.
Esperaron que terminara, empuñando sus AKAS en silencio. Los cinco militares, que habían crecido para protegerlo y que ahora tenían orden de atraparlo, se mantuvieron alertas.
No podían dejarlo escapar pero coincidieron, mudos, en respetar la intimidad de lo que sería su último acto de libertad.
Fueron testigos de lo que, quizá, siempre fue pero ellos ignoraban hasta ese momento: un enano disfrazado de héroe que el alúd de la victoria contra una dictadura de medio siglo, había colocado en el olimpo embriagante de los elegidos.
Quizá pensaban que los rumores eran ciertos. Que el Señor Comandante padecía de asma, de alergia, de insomnio; que era débil, corrupto, mentiroso. Quizá lo vieron por primera vez como un hombre aturdido.
Sí sabían con certeza que una junta militar, que él mismo había creado, lo había encontrado culpable de homicidio y estaba por “eliminarlo”, de acuerdo con las reglas de la “justicia revolucionaria” que él, también, había diseñado.
El Señor Comandante teminó de orinar. Se sacudió el pene arrugado. Siempre en silencio, el grupo de militares esperó que, tembloroso, escondiera su pene en sus pantalones, ya no verde olivio, sino incoloro y sin brageta. Lo vieron fallar por primera vez y no lo olvidarían nunca.
El Señor Comandante estaría caído, pero no había perdido su olfato. Se percató que no estaba solo, que lo observaban sus otrora leales soldados, pero sabía que le permitirían reflexionar un poco después de orinar.
Se mantuvo apoyado al tronco. Creyó verse ante un espejo ubicuo que le repetía, con el desenfado del reflejo cristalino, que si un día lo creyeron leyenda, ahora sabrían que no era ni una rana.
Le ardió el pellejo. Se había convertido en un perdedor. Adivinó que la historia sólo lo recordaría como el responsable del asesinato de un promisorio --ese sí, revolucionario-- militante que mató porque no soportaba verlo brillar, con esos ojos pardos y ese rostro dionisíaco que seducía a todos, él incluído.
En verdad, pensó, el joven se había convertido en su enemigo íntimo por algo mucho más pedestre: el maldito hablaba inglés a la perfección, su sueño secreto.
Siempre, desde niño, quiso dominar el idioma del enemigo, y no sólo para entenderlo, sino, se confesó escondido detrás de anteojos oscuros humedecidos que ocultaban su ceño, porque siempre quiso ser uno de ellos.
Seguía sin entender cómo sus compañeros del directorio revolucionario descubrieron su delito. Tampoco porqué ello le mereció una sentencia de muerte. A él, que era intocable.
Recordó, no sin nostalgia, que le permitieron columpiarse en su jardín antes de llevarlo a la cárcel. Allí, donde no sería humillado. Allí, donde el Señor Comandante solía recitar, ante un público absorto, párrafos de Mark Twain y de Cervantes, sus autores preferidos.
Recordó que, ese día, sólo su hija de 13 años lo acompañó, mirándolo con cierto desprecio atónito pero sin reclamo alguno. Ese día, intentó recitarle pero no pudo.
Había perdido su tono luminoso, su chispa exótica, aguda como cristal de ventana rota. Sus dotes histriónicos lo habían abandonado.
Mientras arrugaba su ceño y sentía su pene húmedo, descubrió que lo único elocuente que le quedaba era el fracaso, ese vacío de presente que pronto se convertiría en olvido.
Había perdido su pasión indefinida de antaño. Sus manos ya no tenían la curva mágica del buscador de joyas enterradas bajo la arena. Tuvo que aceptarlo. El edén que había inventado para que sus mariposas no tuvieran límites ni sus fantasías freno había desaparecido en el País del Nunca Jamás que murió en sus garras. Todo porque no hablaba inglés.
En ese vacío, era un ser frío y solitario, sin lugar definido; el sol nunca jamás le regalaría otro refugio. Se secó el sudor de la sien. Y se confesó un egoísta sin escrúpulos, incapaz de amar, arbitrario hasta la náusea, incoherente, mendaz.
Ahora era un asesino común que no provocaba ni repulsión ni admiración. Se había quedado sin epítetos.
Los cinco militares que lo habían atrapado, y respetado sus últimos momentos íntimos mientras orinaba, finalmente se lo llevaron sin que él ofreciera resistencia alguna. Tenía 72 años. El socialista sentimental moriría fundido como metal nocturno.