viernes, enero 02, 2015

Una mentira de colores

Sus finísimas, larguísimas y estilizadas patas, eran la envidia de sus compañeras. En telas desprolijas, sabía desplazarse con garbo. Se columpiaba con estilo desenfadado y señorial, cual trapecista. Hubo quienes juraron que lo hacía cantando. Nunca empañó sus ojos vidriosos con horizontes foráneos ni sus saltos almidonados con sueños laberínticos fuera del entorno en el que se movía con destreza magistral.
Era la reina y la más ágil.
Una noche de luna cuarto menguante, mientras se mecía displicente, sus gracias se convirtieron en desgracias. Se encontró sola, todos la evitaban, dejaron de aplaudir sus acrobacias. Y ella necesitaba público. Pensó en cambiar, ser una más del montón. Demasiado tarde. Ya la habían aislado de todas las colmenas.
Y una tela pegajosa se le había enredado entre las patas. Quiso cantar pero no pudo, quizás nunca había podido.
Aturdida, buscó con sus desorbitados ojos rojos el charco estancado ahí abajo. No vio nada. Se horrorizó. En realidad, nunca se había visto reflejada.
Tenía que columpiarse como solo ella podía para zafarse de la tela que finalmente cedió. Cayó al charco, cegada por una oscuridad para ella desconocida, y sin sus patas.
Al contacto con el agua lodosa, su pequeñísima caparazón cambió de forma. Se convirtió en una suerte de caja negra que disparaba colores, colgada entre el cielo oscuro de la noche y la avenida principal de una ciudad ruidosa, sin colmenas.
Emitía el color rojo. Los coches se detenían ante ella. ¿O él? ¿Qué sería? No lo sabía. Se había transformado en un aparato que despedía luces rojas, anaranjadas y verdes, y que ahora, estaba en rojo, el tiempo suficiente para ver que la noche transitaba lenta, y que, iluminados por los faros de uno de los autos, un par de niños vestidos de payasitos realizaban malabares con antorchas de fuego.
El espectáculo duró poco menos que un cambio de sus luces, de rojo a anaranjado. Creyó distinguir que el más pequeño de los acróbatas sometidos a su mando se acercaba a todos y cada uno de los coches pidiendo unas monedas.
La araña convertida en semáforo fue testigo. La mirada del pequeño se estrelló con las ventanillas cerradas y la indiferencia de los conductores. Y no pudo hacer nada. Ahora emitía una luz verde. Los coches arrancaron con furia y los payasitos se refugiaron en una esquina. Y ella, prisionera de una caja ahí arriba, no controlaba sus luces, que se habían convertido en su esencia. ¿Dónde habrían quedado sus patas?