martes, mayo 10, 2005

El pergamino de la seduccion, Juana la Loca, que oculta su historia?

Por Gioconda Belli
Seix Barral, Novela historica (2005)

Un historiador y una joven de asombroso parecido con la Reina Juana de Castilla investigan el enigma de quien fuera mas conocida como Juana la Loca. Enloquecio de amor, como cuenta la historia oficial, o fue victima de traiciones y luchas por el poder? En esta novela, historica y contemporanea, Juana de Castilla regresa para contar su propia version de los hechos.

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Fragmento del Capitulo Cinco
Frente a la pintura de Pradilla estuvimos largo rato. La figura de Juana, enfundada en un h�bito de monja, ocupaba el centro del lienzo. Era una imagen pasiva, oscura que, por alguna raz�n, yo registr� como una imagen en movimiento. Me pareci� que Juana quer�a obstaculizar la mirada curiosa sobre el ata�d de Felipe, impedir que nadie se acercara a �l. Manuel dijo que Juana hab�a intentado llevar el cad�ver de su marido a Granada para sepultarlo al lado de Isabel La Cat�lica. Como historiador, �l pensaba que su motivo ulterior era, por un lado, rodearse de la nobleza andaluza que estaba de su lado y librarse de los flamencos que rodearan a Felipe en vida, y por el otro, legitimar el derecho real de Felipe -coloc�ndolo al lado de la Reina Isabel- y de esa manera asegurar la sucesi�n de Carlos, su hijo. La leyenda, sin embargo, esgrim�a estas jornadas nocturnas como testimonio de la locura de amor de una reina que rehusaba apartarse del amado y que sosten�a que caminaba de noche porque su marido era el sol y no pod�an brillar dos soles en el mundo.
-Afirmaron que sus celos eran tales que no permit�a a las mujeres acercarse al cad�ver -a?adi� Manuel- Son falacias, por supuesto.
Pens� que quiz�s mi madre habr�a sentido algo similar a la orgullosa impotencia que revelaba la mujer en la pintura. Cuando se percat� que mi padre y ella morir�an juntos, experimentar�a, en medio del terror del accidente a�reo, el alivio de saber que mi padre era ya suyo para siempre. Manuel miraba la pintura y me ve�a a m� como queriendo aprehender cada una de mis reacciones.
Comimos un bocadillo en un restaurante de paredes cubiertas de azulejos donde serv�an, seg�n Manuel, la mejor sangr�a de Madrid. La bebida dulce donde el vino se escond�a entre sabores de frutas me puso acaloradas las mejillas. Luego Manuel detuvo un taxi, y dio la direcci�n de su casa.
En el recorrido no sentamos muy cerca. Percib�a junto a mi falda la tensi�n de su pierna estabiliz�ndose cuando el taxi tomaba las curvas. No me apart�. En el apartamento Manuel encendi� el fuego de la chimenea. Era mediados de Septiembre, pero el oto?o anunciaba ya el fr�o del invierno. El hablaba y fumaba con el rostro envuelto por un halo rojizo. Dec�a no s� qu� cosas de los libros que hab�a le�do en la semana. Yo no pod�a ponerle atenci�n. Intentaba aquietar mi azoramiento para que �l no se percatara del efecto que la conjunci�n de sus fantas�as y las m�as estaban teniendo sobre mi cuerpo y mi alma. Me pregunt� sobre el internado. Mi vida de colegiala con su rutina cotidiana no era materia para alimentar una conversaci�n, dije. Yo ten�a preguntas que hacerle a �l, sin embargo, continu�, interrogantes surgidas en el silencio de las misas matinales, o en las largas horas de estudio callado.
-?Por qu� tanto inter�s por Juana La Loca? ?C�mo es que empezaste a estudiarla, que te dio por saber tanto de ella, de esa �poca?
-Es de familia -dijo Manuel aspirando el humo y mir�ndome fijo, con cierta iron�a- Mis ancestros se ocuparon mucho de Do?a Juana. Crec� escuchando historias de ella y en cierto momento quise saber, como historiador, la realidad de tantas ficciones. Sabr�s que uno de los trabajos m�s apasionantes del historiador es separar los datos falsos que el tiempo acumula sobre un personaje o un evento.
-Tus ancestros eran historiadores tambi�n.
-No exactamente. El rol de mis ancestros en la vida de la reina fue m�s bien detestable. Quiz�s por eso siento que le debo una enmienda al menos a su memoria.
Su apellido paterno, Sandoval y Rojas, proven�a del linaje de los Marqueses de Denia. A la muerte del Rey Fernando de Arag�n, Don Bernardo de Sandoval y Rojas primero, y luego su hijo, Luis, fueron comisionados por el hijo de Juana, Carlos I de Espa?a y V de Alemania para administrar la casa de �sta en Tordesillas.
-Administrar es un eufemismo, sin embargo -dijo Manuel- Realmente fueron comisionados para mantener aislada a la Reina y no dejar que hablara, ni se comunicara con nadie. La rodearon de servidores leales al Marqu�s, cuya complicidad fue esencial para crear alrededor de Juana un mundo ficticio. Sabr�s que estuvo cuarenta y siete a?os encerrada all� -Manuel se levant� sacudi�ndose las cenizas del pantal�n como si esta tarea le demandara toda su concentraci�n.
-Lo s�, pero no logro comprenderlo- confes�, poni�ndome de pie para servirme un vaso de agua en cocina - La verdad es que s� muy poco de Juana La Loca.
-No est�s sola. La verdad que los seres humanos sabemos muy poco de quienes nos precedieron en el tiempo. Heredamos sus afanes, pero no sus experiencias. Te aseguro, sin embargo, que cuando termine de contarte esta historia, sentir�s que has sido parte de ella, que Juana y t� no son tan distintas la una de la otra. T�, en su lugar, habr�as sentido similares pasiones; la misma rabia, la misma desesperaci�n... quiz�s hasta el mismo entregado amor. Reviviremos a esa reina. S�lo as� podremos comprenderla y juzgarla con acierto. Pero ya sabes mis condiciones. Bajar� a ayudarte con el traje.
Bajamos otra vez al espacio oscuro de su habitaci�n y otra vez me desnud�, esta vez m�s despacio, sintiendo que mi turbaci�n daba paso al placer, como si cada parte de m� que se libraba de ropa, estuviera saliendo por primera vez a la luz y al descubrirse frente a otro se descubriera a s� misma. Sentado sobre un banquillo con las piernas abiertas, los codos apoyados sobre las piernas y la barbilla entre las manos, Manuel me observaba, pero tanto �l como yo evitamos vernos a los ojos.
Finalmente �l me ci?� las cintas que cruzaban por la espalda y se anudaban en la cintura. Era curioso el efecto del traje y de aquella ceremonia sobre mi psiquis. Como si el contacto de mi piel con la falda voluminosa, la seda, el terciopelo, animara en mi mente qui�n sabe qu� oscuras memorias de otros tiempos y me hiciera, adem�s, ceder mi voluntad a voces de la historia que se mov�an entre Manuel y yo como almas en pena necesitadas de revelar sus secretos. Me preguntaba si acaso yo no habr�a vivido esa �poca en una vida anterior, si el hecho de que Manuel y yo nos encontr�ramos carec�a de casualidad y era m�s bien algo inevitable, el resultado de una cadena de hechos que forzosamente conduc�an a esta tarde, a este apartamento en Madrid.
Manuel se sienta detr�s de m�. Susurra. Soy Juana.
Es 1485, el reino de Arag�n ha recuperado N�poles de los franceses. Sin embargo las tensiones persisten. Escaramuzas fronterizas estallan a menudo en Rosell�n y Fuenterrab�a. Para sellar una alianza con la casa de los Habsburgo destinada a aislar al rey franc�s Luis XII, mis padres deciden concertar un doble matrimonio. Mi hermano Juan -el pr�ncipe heredero- y yo, casaremos con los hijos de Maximiliano de Austria y Mar�a de Borgo?a. Juan casar� con Margarita de Austria y yo con el Archiduque Felipe.
Para desterrar la imagen de incesantes conflictos, atraso y anarqu�a que, antes de la llegada al poder de mis padres, ha existido de nuestro pa�s en Europa, mis padres conciben nuestras bodas como una ocasi�n para desplegar la magnificencia de sus reinos. Que no se diga m�s que la corte espa?ola carece de los brillos y suntuosidades de sus vecinos. Mi madre supervisar� personalmente la construcci�n y organizaci�n de la armada que tras llevarme a m� a Flandes, regresar� con la princesa Margarita, futura reina de Espa?a.
El pacto matrimonial acuerda que ninguna de las novias reciba dote. Cada esposo abastecer� su casa y atender� las cortes correspondientes con el producto de rentas establecidas. Esta disposici�n resultar�, m�s adelante, nefasta para m� pero en aquel momento de arreglos y buenas voluntades nadie duda que sea una medida acertada.
Ignorante de los pormenores que discut�an mis padres con los embajadores borgo?ones, yo me preocup� �nicamente por impresionarlos. Me vest� con un traje carmes� de pesado terciopelo y bajo escote. At� a mi garganta una cinta negra de seda de la que pend�a el rub� que mi madre me regalara en ocasi�n de mi compromiso. As� ataviada, con el cabello recogido en un mo?o apretado que tirando de mi piel realzaba la forma almendrada y el tama?o de mis ojos, me asom� al balc�n del sal�n de audiencias justo cuando calcul� que no pasar�a desapercibida. Las miradas de los nobles no se hicieron esperar. Me complaci� percibir la aprobaci�n que revelaban sus murmullos en franc�s, sus sonrisas y reverencias. Logrado mi cometido, me retir� otra vez. No tard� mucho en aparecer Leonor, una de las m�s j�venes damas de compa?�a de mi madre. Entre risas cont� que uno de los embajadores hab�a solicitado autorizaci�n a la Reina para que el pintor flamenco, Michel Sittow, me hiciera un retrato. As� la corte borgo?ona y mi futuro esposo conocer�an de adelantado la veracidad de las palabras con que ellos describir�an mi belleza.
Desde que se concert� mi compromiso, mi vida pas� a girar totalmente alrededor de los preparativos de la boda. A diferencia de mi hermana Isabel, que cas� con el Rey Alfonso de Portugal, yo no me casar�a con un rey. Sin embargo, los preparativos para mi traslado a Flandes fueron los m�s ostentosos y ricos de que se tuviera memoria en las cortes Castellanas. Apenas cuatro a?os hab�an transcurrido desde la Reconquista de Granada, la conquista de las Islas Canarias y el descubrimiento de las Indias Occidentales. En esos cuatro a?os, el reinado de mis padres se consagr� como uno de los m�s pr�speros y s�lidos de Europa. Las noticias de las enormes riquezas descubiertas en las Indias, donde se rumoraba exist�an ciudades enteras construidas con plata y oro; la firmeza de mis padres para imponer en la pen�nsula el mandato de la Corona y subyugar tanto a la nobleza d�scola, como al clero corrupto, anunciaban tiempos de ventura para quienes el Papa Alejandro VI bautizara como los Reyes Cat�licos. Nunca vi a mi madre con m�s br�os de los que hizo gala cuando se dedic� a preparar la faustuosa armada que me llevar�a a Flandes. Los preparativos para mi viaje empezaron en el verano de 1495. Desde la primavera, la corte real se traslad� a la Villa de Almaz�n donde los reyes supervisar�an la construcci�n de la flota en los astilleros del Cant�brico. Fue una �poca muy dichosa para m�. Mi padre que, hasta entonces, no me paraba muchas mientes, se transform� en mi amigo y c�mplice. Me sentaba sobre sus piernas o me llevaba a los astilleros para mostrarme el progreso de los artesanos que constru�an las carracas genovesas que trasladar�an mi s�quito multitudinario. A �stas se sumar�an adem�s otras quince vizca�nas y cinco carabelas donde viajar�an los cinco mil soldados que me acompa?ar�an para asegurar la navegaci�n segura frente a las costas de la hostil Francia. Yo disfrutaba observando el efecto que su presencia ten�a sobre el enjambre de afanados trabajadores. El poder sentaba muy bien a mi padre. Ten�a el don innato de la autoridad. Su cuerpo fuerte y atl�tico ocupaba m�s espacio del que f�sicamente le correspond�a. A�n los cortesanos de m�s alcurnia, instintivamente guardaban alrededor de �l una prudente distancia, como si respetasen el foso invisible de un castillo. Que tendiera el puente levadizo cuando yo me acercaba, me hac�a sentir infinitamente importante y especial. Orgullosa reconoc�a en m� rasgos de su talante y si antes me esforzaba por endulzar mi car�cter y comportarme como complaciente damisela, esos meses me ense?aron las ventajas de no falsear mis opiniones, ni sacrificar mis pareceres para ganar la enga?osa y moment�nea aprobaci�n de cortesanos zalameros.
Mi madre se complac�a vi�ndonos tan cercanos. Desafortunadamente, ese par�ntesis de felicidad filial dur� pocos meses. A fines de Junio, los franceses volvieron al ataque en Perpi?�n y mi padre sali� en Julio hacia Catalu?a. Recuerdo que al despedirse me llam� "reinecita". Dijo que, a sugerencias de Juan de Arbolancha, mi madre hab�a solicitado que los cientos de barcos laneros que viajaban a Flandes escoltaran la comitiva nupcial. Ciento treinta y dos barcos zarpar�an al un�sono. No te desposar�s con un rey, sonri� mi padre, pero nadie dudar� que mereces ser reina. Sub� a la almena para verlo partir y all� estuve hasta que desapareci� la cabalgata que lo acompa?aba. Sab�a que no volver�a a verlo por largo tiempo y que todo ser�a diferente. ?No imagin� cuanto!. Fue mi madre entonces quien se encarg� de apertrechar las naves. Ella seleccion� a los cinco mil soldados que me acompa?ar�an y entren� a los m�s de dos mil miembros de mi s�quito en los particulares de la Corte de Flandes.
El 20 de Agosto todo estaba presto para partir. El abordaje de las naves empez� desde el amanecer. Por la tarde, de improviso, una tormenta se ensa?� sobre la Bah�a de Vizcaya. Yo hab�a terminado de acomodarme en mi camarote. Constaba de un espacio amplio y una alcoba con la cama adosada al costado de la nave. Una gruesa cortina de terciopelo bermell�n separaba una estancia de la otra. En la ante-c�mara hab�a sillas, un escritorio peque?o, un div�n y un peque?o armario para mis instrumentos musicales. A mi lado, mi madre se asomaba, por las mirillas cubiertas por holandas, al horizonte oscuro y las crestas agitadas del mar. Al menos el calor se hab�a apaciguado y ella y yo ten�amos un momento de soledad tras el ajetreo del abordaje. Esperar�amos juntas el paso de la tormenta, dijo. Quiz�s ese tiempo era un regalo de Dios nos conced�a antes de separarnos.
-Estar�s lejos, Juana. Eres joven e impresionable y temo por ti en la corte de Flandes.
?Qu� sientes t�, una muchacha de diecis�is a?os a punto de dejar todo lo que le es familiar y amable y embarcarse en un viaje sin retorno? -pregunt� Manuel.
-Miedo, pero tambi�n excitaci�n. Pienso en el marido que me espera, me pregunto si ser� feliz, si de veras ser� "el hermoso".
Tocar�as el clavicordio, aunque tambi�n conoc�as el monocordio y la guitarra. De las hijas de Isabel, eres la m�s educada. Esa noche, en la velada que sigue a la cena, mientras la carraca se balancea en el agua, r�es con las j�venes damas de tu corte y tu madre piensa en lo hermosa que eres y trata de que no se le ablande el coraz�n tan bien entrenado para el infortunio y la discordia. T� la miras de reojo porque presientes su turbaci�n y su tristeza. Percibir que le causas esos sentimientos te llena de cierta oscura alegr�a. Tu madre nunca ha sido afectuosa y a menudo te has preguntado si es capaz de amarte como te ama tu nodriza Mar�a Santiestevan, quien se despidi� de ti en Valladolid con el viejo rostro convulso por los sollozos. Por eso, el espect�culo de tu madre turbada en medio del jolgorio y las bromas, te hace sentirte amada e importante, te alegra las incertidumbres del viaje. No te arredra la traves�a porque el mar te gusta y desde ni?a lo has considerado como una l�quida alfombra m�gica capaz de transportarte lejos. Es el desembarco el que te inquieta.
Desde que mis pies cruzaron el puente de proa de la carraca del Capit�n Juan P�rez, en medio de los fardos y la carga, comprend� que el equipaje que m�s cuenta lo llevo dentro de m�: llevo mi nobleza, la sangre de mis ilustres antepasados, la Espa?a de mi coraz�n. Cuando mi madre se despida y desembarque, ser� yo el ancla y motor de esta expedici�n. Ser� a m� a quien obedezca el s�quito. Mientras tanto gozo de la intimidad inesperada con Isabel, gozo viendo como la ternura aletea sobre su rostro y pone en sus ojos brillos que jam�s antes vi. L�grimas. ?Ser� posible? Esa noche ella y yo dormimos en el mismo lecho. Desde que era muy peque?a no la veo en camisa de dormir. Despojada de sus ropas reales es s�lo una mujer sobre cuya espalda desciende un arroyo de pelo largo y entrecano. Un rostro afilado recostado en las almohadas. Tengo que pedirle a mi boca un gesto melanc�lico, apagar mis ojos para que ella no perciba la exaltaci�n que, m�s all� del temor, me produce la idea de vivir en la Corte de Flandes, como esposa del Archiduque de Borgo?a. Desde ni?a he o�do las historias del boato y colorido de esa corte. He admirado el trabajo de sus exquisitos orfebres, las armaduras sin par de sus herreros, los tapices de sus telares. De sobra conocida es la magnificencia de sus justas, as� como el fausto de sus banquetes y festividades. Tambi�n he o�do las cr�ticas mordaces sobre las licenciosas costumbres de la nobleza flamenca. Siempre me ha parecido adivinar un dejo de envidia en los m�s escandalizados por la liberalidad de esa corte; por las pr�cticas que, seg�n ellos, son contrarias a la austeridad castellana. Sucede que �ltimamente, entre nosotros, hasta una irrelevante falta de recato puede convertirse en motivo suficiente para que intervenga el severo Tribunal de la Santa Inquisici�n.
Mi madre fija sus ojos en m� y me mira como quien se viera en un espejo. Est� conmigo pero tambi�n s� que est� lejos, su mente siempre viendo m�s de lo que ve. Me pregunto si recordar� acaso la boda con mi padre realizada en secreto y contraviniendo la voluntad de su hermano, el rey Enrique IV. Me ha contado de los trucos que us� mi padre para entrar al castillo de Medina del Campo donde se realiz� la �ntima y secreta ceremonia. Ella tambi�n cuando se despos� albergar�a la ansiedad confusa que siento yo, agravada en su caso por la incertidumbre de si llegar�a o no a ocupar el trono de Castilla.
-No olvides que te debes a Espa?a -me dice- Tu padre y yo hemos empe?ado nuestra juventud, nuestra salud, en unificar este pa�s. Este matrimonio tuyo nos har� de importantes aliados y fortalecer� nuestra posici�n frente a Francia. Comp�rtate como lo que eres, una princesa de Castilla y Arag�n, que no se deja seducir por retru�canos, ni excesos- me aconseja-. -Llevas un s�quito numeroso para que te sientas rodeada de los tuyos. Ap�yate en quien preside tu corte, nuestro almirante, Don Fadrique Enr�quez, hombre nobil�simo, y en la nobleza de Beatriz de Bobadilla, j�ven pero sabia. Quiz�s te resulte extra?o el matrimonio cuando aun no conoces a tu marido, pero la juventud de ambos ser� tierra arada para la semilla que quer�is plantar. Deja que tu decisi�n sea la de amarlo y el amor se te dar�. No seas esquiva y controla tu temperamento fogoso. El fuego en las mujeres asusta a los hombres. Hay que guardarlo con discreci�n para que no desate aguaceros que terminen por apagarlo.
Mi madre habla y habla y su voz va y viene en mis o�dos al comp�s del balanceo del barco en el agua, al comp�s de las r�fagas de viento sobre la bah�a de Vizcaya en esa noche oscura iluminada a intervalos por el restallar de rel�mpagos lejanos.
Al d�a siguiente, llueve. Yo permanezco en mi camarote, mientras mi madre ocupa su agitaci�n con las damas de la corte revisando las provisiones del viaje. A la noche, ella y yo cenamos con Beatriz Galindo. A la hora del postre, �sta se saca del corpi?o un frasco peque?o preparado por las esclavas moras. Una p�cima de amor, me dice, que debo tomar y hacer que tome mi marido. Le han asegurado que es un filtro infalible que har� que �l y yo nos amemos hasta el fin de nuestros d�as.
Beatriz vierte la mitad del frasco en mi copa de vino y la tomo sin rechistar pensando en Isolda y en los peligrosos equ�vocos del amor.
Mi madre y Beatriz r�en como ni?as que han hecho travesuras.
-Ya veremos si funciona -dice la Reina- y no le cuentes esto a tu padre. Estos son secretos de mujeres.
Re�amos a�n cuando se person� a la puerta el Almirante de la Armada, Don Sancho de Baz�n, para informarnos que la tormenta hab�a amainado y que se avecinaba un viento favorable. Con la venia real, zarpar�amos muy temprano al d�a siguiente.
Mi madre alab� a Dios y extendi� su consentimiento para la partida. Discreta como era, Beatriz se march� y nos dej� solas. Poco dormimos esa noche, pensando que quiz�s nunca m�s estar�amos juntas.
-Ya ver�s cu�n duro es, Juana, desprenderse de los hijos. Si en la vida cotidiana, mientras crec�is, uno os mira y apenas comprende que hay�is surgido de la propia entra?a, basta un peligro o una despedida, para que el cuerpo de una se rebele y ans�e la sangre correr en pos de las venas que alguna vez aliment�. Pero es ley de la vida que el m�s grande amor sea el m�s entregado, el que no se deja nada para s�. Me siento infinitamente triste y feliz. Triste porque pierdo a mi ni?a; feliz porque gano una colaboradora en esta empresa de hacer m�s grande y pr�spera a Espa?a.
Al d�a siguiente, apenas amanec�a cuando todo estuvo a punto. La despedida se prolong� con el besamanos de la comitiva a la reina y las recomendaciones de �sta. Por fin lleg� mi turno. O� el coraz�n de mi madre cuando me apret� contra su pecho. ?Qu� fuerte lat�a!. No quer�amos llorar, pero tampoco salirnos la una de los brazos de la otra. Nada dijimos. Ella me hizo sobre la frente la se?al de la cruz. Me arrodill� y bes� su mano.
Mi madre permaneci� en el muelle y yo en la cubierta de la carraca hasta que la distancia borr� la bah�a y me qued� sola frente al mar sin fin y el cielo claro y azul de un d�a de inusitada transparencia. Me parec�a viajar sobre una cometa arrastrando una larga cola. Hasta donde mi vista alcanzaba ondeaban los brillantes colores de las banderolas y penachos que adornaban los m�stiles de las ciento treinta y una embarcaciones que me acompa?aban. Era un espect�culo espl�ndido. Me sent� personaje de una canci�n de amor que cantar�an los juglares. Acompa?ada por Don Fadrique y otros caballeros y damas de la corte pas� muchas horas esos primeros d�as sobre la cubierta de la carraca, admirando la calma de las olas y las manadas de delfines que nos acompa?aban grandes trechos saltando sin esfuerzo al lado de las embarcaciones. Naveg�bamos en parejas. Mi carraca genovesa ocupaba el centro de la armada.
A los tres d�as de navegaci�n estable y sin tropiezos, se desat� una furiosa tormenta que nos oblig� a fondear en el puerto ingl�s de Portsmouth. Durante los dos d�as que deb� permanecer en tierra, recib� el homenaje de los nobles ingleses. Se presentaron sin demora no bien corri� la voz de la ciudad flotante aparecida en las aguas del puerto. Me hosped� en el castillo de Portchester, a la orilla del mar. Era una edificaci�n antigua con salones malamente iluminados, pero nuestros anfitriones hicieron cuanto pudieron por albergarnos c�modamente. Tras ocho horas de soportar un mar embravecido que nos zarande� inclemente, la mayor parte de mi s�quito era una ruina de rostros p�lidos y desencajados. Porque la navegaci�n no me afectaba ni el equilibrio ni el est�mago, les parec� de singular belleza a los ingleses, seg�n no se cansaron de repetirme. S�lo a?os m�s tarde me enter� de que el mismo rey Enrique VII lleg� en secreto para contemplarme de lejos, ya que el protocolo no permit�a que un rey se desplazase del sitio de asiento de su trono para recibir a una princesa. Aparentemente, exageraron de tal modo mi hermosura que no pudo resistir la tentaci�n de verme personalmente. Para m� que saciaba su curiosidad. Mi hermana Catalina estaba por comprometerse con su hijo y �l querr�a mirar el tipo de linaje con el que estaba cercano a emparentarse.
Tras ese percance continuamos viaje sin nuevos contratiempos hasta que nos topamos con los bancos de arena de nuestro destino en el puerto de Arnemuiden en Flandes, al cual llegu� el 9 de Septiembre de 1496. Todav�a en alta mar me trasladaron a una vizca�na en la que arrib� a la que ser�a mi patria adoptiva. Entre tanto, otra carraca genovesa cargada de regalos para la corte flamenca encall� e hizo agua por la quilla. Originalmente, mi ajuar consistente en m�s de cincuenta ba�les, viajar�a en esa nave. Por fortuna, mi madre dispuso a �ltima hora trasladar todas mis pertenencias a la nave insignia, de manera que yo no tuve demasiado que lamentar. M�s bien mi insistencia de que se ocuparan todas las vizca�nas disponibles para recoger a los n�ufragos, evit� que perecieran ahogados el pasaje y los tripulantes.
-Luc�a, ?c�mo crees que ir�a Juana en ese viaje?
-Azorada, embelesada. Le habr� gustado el recibimiento de los ingleses, irradiar su propia luz, no depender de la de los padres. Yo bien que recuerdo esa experiencia de "no ser" de mi ni?ez . Los mayores me miraban para encontrar los rasgos de mis padres en m�, como si se tratase de evaluar la calidad de la copia. No era yo quien les interesaba. El objetivo de sus atenciones era congraciarse con ellos. A Juana le pasar�a lo mismo. En el viaje tomar�a conciencia de que separarse de su casa y su familia le permit�a ser ella misma. Ser�a como el polluelo que sale del cascar�n, y horas despu�s ya no titubea sobre el pasto. Quiz�s por eso no se mareaba cuando los dem�s sucumb�an al zarandeo del mar; querr�a afirmar su car�cter. Desde peque?a su valent�a, su fuerza f�sica, causaban admiraci�n -?no es cierto?- . En cuanto a su belleza no s� cu�n consciente estar�a de ella. Lo digo un poco por m� misma -guardando las distancias. Me gusta lo que veo en el espejo, no te voy a decir que no, pero todo depende del d�a y de mi estado de �nimo. Intuyo que la belleza f�sica est� llena de contradicciones. Uno sabe, tanto por intuici�n como por el mundo que nos rodea, que la belleza no es un don despreciable para una mujer. M�s de una vez rec� para que Dios me librara de ser fea. Pero claro, tambi�n me pregunto si la fealdad realmente existe, si es justo decir que alguien es feo, como si esto tuviera la menor importancia. Sin duda que no la tiene si uno es del sexo masculino.
Me hab�a girado para ver a Manuel sentado detr�s de m� con el rostro inclinado hacia adelante, roz�ndome el brazo que puse sobre el espaldar de la silla. Su mirada atenta parec�a querer atisbar otro tiempo a trav�s de m�. Sus ojos no se deten�an ni en los m�os, ni en los confines de la sala. De pronto puso su frente sobre mi brazo, como si estuviese abrumado. Tras un instante de recogimiento suyo e incomodidad m�a, pareci� recuperarse y me sonri� una disculpa.
Record� la primera vez que fui a su apartamento. Tomamos vino en el almuerzo y, como me puse so?olienta, me invit� a echarme sobre el sof� y dormir un rato. Eran casi las cuatro de la tarde. Deb�a regresar al colegio en dos horas, pero el metro de Noviciado estaba muy cerca. Sab�a que si lograba dormitar al menos diez minutos se me quitar�a la sensaci�n de pesadez. Cerr� los ojos. Lo o� moverse por el piso, encender el fuego, llenar de agua la cafetera. Por la ventana se filtraban los ruidos de Domingo del barrio: conversaciones de transe�ntes, coches que pasaban espor�dicamente, puertas que se cerraban. Eran sonidos que parec�an lejanos, apagados, que no lograban penetrar la pl�cida quietud de la hora de la siesta, como si quedaran atrapados en el borde del c�rculo est�tico al centro del cual estaba el sof� donde yo yac�a cuan larga era. A pesar que, desde entonces, se me cruz� por la mente que las monjas no aprobar�an que visitara el apartamento de un hombre que apenas conoc�a, me gust� la idea de estar all�. Me sent� muy c�moda y adulta. La soledad que rodeaba a Manuel actuaba como un v�nculo instant�neo entrambos. Una especie de virtud compartida. No se me ocurri� pensar que hubiera nada inusual en aquel hombre entusiasmado por la amistad y la compa?�a de una chiquilla como yo. Me despert� con los dedos largos de Manuel acarici�ndome la cabeza. Cuando abr� los ojos su cara estaba muy cerca de la m�a y su boca me bes� levemente en los labios. "Despierta, peque?a", me dijo, mir�ndome con ternura. A menudo pens� en aquel beso durante el verano, siempre con una curiosa sensaci�n de cosquillas en la boca.
-Sigamos -dijo- interrumpiendo mis reminiscencias- quiero contarte el encuentro entre Juana y Felipe El Hermoso.
Has llegado a Arnemuiden. La noticia que te espera nada m�s desembarcar es que tu prometido no ha llegado a recibirte. Te lo informa una dama espa?ola, Mar�a Manuel, la esposa de Balduino de Borgo?a, encargado por el rey Maximiliano de Austria de darte la bienvenida, junto con un peque?o grupo de acompa?antes.
Para trasladarme de la carraca a la vizca�na que me llevar�a a tierra, yo hab�a insistido en vestir uno de mis m�s bellos trajes dorados. Las palabras de Don Fadrique, Do?a Beatriz y las otras damas de mi corte, no lograran disuadirme. Yo quer�a lucir mi tez y mis cabellos negros, distraer la atenci�n de mi coraz�n que marcaba el tiempo como un reloj descomunal. La pompa de mis vestiduras, los volantes, el verdugo, convirtieron el traslado a la vizca�na en alta mar en una haza?a. Hubo que bajarme de la nave como un fardo pesado e in�til. Lo soport� pensando en los ojos deslumbrados de mi prometido. Al llegar a tierra, sin embargo, s�lo se acercaron a recibirme un grupo de adustas damas espa?olas. La agobiante sensaci�n de rid�culo que me invadi� me puso de p�simo humor. Jam�s me hab�a sentido as� de humillada. Pens� en el esfuerzo de mi madre por desplegar la gloria de Espa?a en aquella armada impresionante que, desde la costa, daba al horizonte el aspecto de una calle de gran ciudad engalanada para un d�a de festividades. Semejante desplante me confund�a. Do?a Mar�a y Don Balduino, disimulaban su contrariedad. Iban ataviados a la manera borgo?ona: ella con sombrero muy alto,traje de fin�simo brocado rematado con pu?os y cuello de encaje, �l con bombachas cortas, finas medias ocre, zapatos de gamuza con arabescos y un peto de rombos trenzados en hilo de oro. Do?a Mar�a, muy locuaz, estaba �vida de noticias de la corte castellana y nos puso al tanto de los preparativos del viaje de la novia de mi hermano Juan, Margarita.
En la carroza, camino a nuestro hospedaje, ya fuera del alcance de o�dos indiscretos, Do?a Mar�a nos inform� que, aunque mi suegro, el emperador Maximiliano, compart�a la posici�n espa?ola de que era necesario aislar a los Valois, los consejeros que, desde ni?o rodeaban a Felipe y gran parte de la nobleza borgo?ona privilegiaban la relaci�n con los franceses. Recelaban de la poderosa flota, la cantidad de soldados y el numeroso s�quito que me acompa?aba. Lo consideraban un gesto inequ�voco de la influencia que, tras mi matrimonio, los Reyes Cat�licos pretend�an tener sobre Flandes. Los flamencos se propon�an sin duda ignorar el poder�o de Espa?a. La corte flamenca admiraba a Francia. A nosotros, en cambio, nos criticaban por llanos, r�gidos, petulantes y mojigatos.
-Debe usted saber, Alteza, que a vuestro prometido, el Archiduque, no s�lo se le llama Felipe El Hermoso, sino Felipe, el Aconsejable, "Croit Conseil", pues conf�a ciegamente en sus consejeros.
-El Archiduque ha pedido que viaj�is a Brujas donde os han preparado una recepci�n -intervino Don Balduino.
-Pero podr�ais elegir viajar con nosotros a Bergen-op-Zoom. El Se?or Jean de Berghes me ha pedido que os extienda una cordial invitaci�n para que asist�is al bautizo de su hija y se�is la madrina. Bergues es chambel�n del Archiduque, pero fiel a la corona de Castilla y Arag�n -me dijo Do?a Mar�a, con una sonrisa p�cara de labios delgados.
La clara insinuaci�n no cay� en o�dos sordos. La verdad era que en aquel momento nada me pareci� m�s adecuado que romper los planes de mi prometido. Todav�a no desaparec�a el acaloramiento que me produjo el chasco de tener que pasearme con mi vestido dorado y sin gal�n ante la multitud que se aglomer� en el puerto.
-Me encantan los bautizos -respond�- Ya habr� tiempo para visitar Brujas.
-Dejemoslo all�. Ya es hora de que regreses al colegio.
No acept� que me llevara. Nos despedimos a la entrada del metro. Sentada en el tren, no pod�a dejar de pensar en la desilusi�n de Juana. Distra�da, me confund� de estaci�n y llegu� al colegio unos minutos despu�s de las seis. La cena hab�a comenzado. Madre Luisa Magdalena me mir� desde el podio donde vigilaba el refectorio. De camino al estudio me pregunt� si hab�a tenido alg�n contratiempo.
a de regreso, uno de los viejos libreros en la Cuesta de Moyano decidi� contarme su vida -dije- Me dio pena interrumpirlo. Hoy vi en El Prado a la Juana La Loca de Pradilla. Me impresion�.
-Es muy hermoso. Mira que a m� me extra?� verte llegar sin tu raci�n de pasteler�a -sonri�.
Baj� la cabeza para evitar mirarla a los ojos. Tem�a su perspicacia y que me leyera la mentira en la cara pero no quer�a decirle la verdad. La pol�tica de las monjas era siempre preventiva. Antes que confiar en que uno tuviera suficiente juicio prefer�an evitar que uno lo ejerciera del todo. El afecto que me profesaba Madre Luisa Magdalena, no era ninguna garant�a de que aprobar�a mis acciones. Ante todo, era una monja.