miércoles, noviembre 17, 2021

Daniel Ortega, la bestia herida

Lo ideal para muchos sería que Ortega accediera a unas nuevas elecciones nacionales, pero ese escenario es inviable y el mandatario intenta instalarse en el poder como una dictadura familiar dinástica

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Pueden surgir obstáculos en un futuro no muy lejano, pero el proyecto de Daniel Ortega y su mujer y vicepresidenta, Rosario Murillo, es instalarse en el poder en Nicaragua como una dictadura familiar dinástica. Los cientos de presos políticos son “hijos de perra de los imperialistas yanquis” —para citar al jefe del régimen —pero hay observadores optimistas que se atreven a especular sobre la posibilidad de un discurso menos agresivo para el 10 de enero, día de la toma de posesión.


Las palabras de odio que lanzó Ortega el pasado 8 de noviembre, al día siguiente de la farsa electoral, habla de una bestia herida por el alto abstencionismo; por la falta de reconocimiento de países como Uruguay, Perú, Colombia, España, República Dominicana, la Unión Europea y muchos otros; y por lo que le espera resolver en el futuro inmediato para gobernar con cierta estabilidad. A esto se agrega la reciente carta de 40 exministros de Relaciones Exteriores tras lo que llamaron el “ilegítimo proceso electoral”.



A la crisis política y social que deberá gestionar, Ortega suma el paquete de sanciones económicas contra el régimen que Estados Unidos —el gran enemigo, pero importante socio comercial— ya convirtió en ley. El presidente Joe Biden firmó la entrada en vigor de la conocida como Ley Renacer, que permite torpedear los préstamos de las instituciones financieras o revisar el Tratado de Libre Comercio con América Central.


Las sanciones que no tardan en sofocar la bonanza económica de la que se ufana su gobierno -a pesar de la recesión- podrían convertirse en posibles embargos económicos, que afectaría también al ciudadano de a pie. El repudio de muchos países tras la farsa electoral se podría transformar en ruptura de relaciones diplomáticas, lo que aislaría a Nicaragua aún mas de lo que ya está.


El ganador enclaustrado en su propia realidad ha optado por ignorar que la dureza de su discurso petulante no abona a impedir que a lo interno se produzcan eventuales situaciones de violencia, incluso posibles insurrecciones de algunos miembros del ejército y de la policía, aseguran fuentes nicaragüenses en el exilio. Vale recordar que ambos son parte medular de la base del Frente Sandinista, la que de acuerdo a una encuesta de Cid Gallup, ha disminuido su apoyo a entre un 15 y un 20%, menos del 38% histórico que había mantenido durante décadas y que, de hecho, entre 2011 y 2016, se disparó a más del 60%.


La reciente Asamblea General de la OEA no produjo cambios de fondo en la correlación de fuerzas de la región: una condena mayoritaria, de 25 países, siete abstenciones y solo uno en contra, el de Nicaragua obviamente.


Pero Ortega y su mujer todavía tienen la sartén por el mango, y el mango también.


El Triángulo Norte, en rigor, ya va formando filas con Ortega. Con el salvadoreño Nayib Bukele a la cabeza, se perfila un bloque regional autoritario. El Vaticano tampoco se ha pronunciado. Y el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE) ha sido un aliado económico clave. En cuatro años y medio, de enero de 2017 a junio de 2021, el Gobierno de Daniel Ortega ha recibido del BCIE más de 2289 millones de dólares —un promedio superior a los 450 millones de dólares anuales—. El BCIE ha sido el principal sustento financiero del régimen nicaragüense, pero ahora Biden sin duda lo presionará a un cambio de timón.


Pero tras las “elecciones”, donde Ortega no permitió que ningún organismo de peso internacional las observara, donde solo participó él y un par de partidos aliados que carecen de peso específico, donde ha acusado a Estados Unidos y a sus “cómplices” en Nicaragua de buscar una guerra, no puede darse el lujo de seguir la línea dura por la que ha optado hasta ahora. O por lo menos no por mucho tiempo. Ya no hay Venezuela con el apoyo de sus millones. Ni Rusia ni China ni Cuba harán mucho más allá de emitir declaraciones en defensa del orteguismo.


Una opción sería anunciar en el inicio de un diálogo “restringido” para bajar un poco la presión interna, de la mano de sus partidos aliados, como la fórmula Oscar Sobalvarro —antiguo jefe de la “Contra” — y la exreina de belleza Berenice Quezada; de “amigos empresarios de segundo nivel”, como el actual presidente del Cosep, César Zamora, así como algunos miembros del sector de la construcción, salud y agrícola, opinan fuentes nicaragüenses en el exilio. En esta alternativa no figuraría “el gran capital”, salvo para posiblemente solicitar al menos la libertad de sus colegas presos. Alguna participación tendría este grupo por “pudor” y porque dentro de sus propias familias hay descontento con el régimen de Ortega.


Otra salida —el sueño dorado de los optimistas en el exilio— podría ser el inicio de un gran diálogo nacional, en México o España. El momento ideal sería coincidir con las elecciones municipales del 2022, con asambleas constituyentes a nivel local, la liberación de al menos algunos presos políticos a cambio del levantamiento de las sanciones.


Una tercera disyuntiva sería que, en unos dos o tres años, surgiera “un levantamiento interno de orden táctico”. El alto porcentaje de abstención está compuesto por quienes están muy enojados con el régimen. Hay otro sector importante que votó nulo, en una suerte de protesta silenciosa, un ángulo ignorado por el oficialismo. Sin representantes opositores ni campañas contra el régimen, los votos nulos llegaron a 155.854 solamente superados por los 372.648 sufragios del Partido Liberal Constitucionalista y la alianza encabezada por el Frente Sandinista con más de dos millones boletas en su favor. Este movimiento, que por ahora carece de líderes, podría iniciar una peligrosa rebelión en las calles. Hay unos 100.000 exiliados; muchos quieren regresar a su país a toda costa. No todos se van a quedar con las manos cruzadas.


Pocos lo saben, pero Ortega también se ha topado con una piedra en el camino dentro de su propia familia. Fuentes cercanas al gobierno ahora en el exilio aseguran que Murillo quería ser nombrada presidente y que su marido se dedicara a labores partidarias. “Hubo un pleito fuerte con ella sobre este tema que duró varias semanas”, asegura la fuente. La vicepresidenta perdió: no es la carta favorita del sector sandinista histórico que aún apoya al no tan flamante presidente.


Lo ideal para muchos sería que Ortega accediera a unas nuevas elecciones nacionales, pero ese escenario es inviable, aunque lo haya solicitado el secretario general de la OEA, Luis Almagro. La pareja gobernante se siente todavía muy cómoda con su línea dura. Sin embargo, el régimen no la tiene tan fácil. Se verá obligado a optar por un diálogo leve o moderado para seguir operando. Es eso, o el país bajo terror caerá inevitablemente en un eventual despeñadero.

viernes, octubre 29, 2021

Poema sin título

Surge como brisa tenue Viene de un espacio silencioso que me rodea Acompañado de palabras calladas En una o varias miradas parpadean Los reconozco Son ellos Mis amores, los que se fueron Esos, los únicos siempre en mi fuego Mi lumbre El destello en la sombra de mi océano MLP Oct 28 2021

martes, agosto 17, 2021

‘La Prensa’, la estatua de la libertad en Nicaragua El País América

El diario es, hoy por hoy, un ícono que ha sobrevivido a muchos otros en Nicaragua, un país donde los símbolos parecen empezar a diluirse Por Maria Lourdes Pallais El gurú de las mujeres y hombres periodistas nicaragüenses que se precian -incluso muchos fuera de Nicaragua-, tengan la edad que tengan, lo hayan conocido o no, ha sido sin duda alguna Pedro Joaquín Chamorro Cardenal (Don Pedro), el director insignia del diario La Prensa y sin cuya trayectoria el medio no tendría el valor emblemático de hoy.
Ese periódico, el único bastión de la oposición democrática al régimen de Somoza en sus primeros años de vida y después al sandinista, se fundó cuando Don Pedro era apenas un niño. Desde entonces, “la República del Papel” se ha convertido en un “baluarte del republicanismo”, en palabras de Pablo Antonio Cuadra, poeta, escritor, codirector y primo de Don Pedro. A La Prensa se le pueden “achacar todos los defectos que se quieran: caídas, omisiones, apasionamientos, fallas, etc., pero ha mantenido encendidas, contra todos los vientos y mareas, las dos antorchas democráticas que iluminan la vida democrática: la de la Libertad y la de la Justicia”, escribió Cuadra. El diario es, hoy por hoy, un ícono que ha sobrevivido a muchos otros en Nicaragua, país donde los símbolos parecen empezar a diluirse. El Gobierno de Daniel Ortega deja sin papel y saca de circulación al principal diario de Nicaragua No La Prensa, a pesar de todo. Su marca sigue siendo la alegoría periodística nicaragüense creada por Don Pedro, con una perpetuidad y señorío que recuerda a la Estatua de La Libertad en Nueva York, al margen de los innumerables ataques que ha sufrido. “La República del Papel” que todos leían en su momento, cuando costaba unos cuantos córdobas -aunque a muchos molestaba porque se erigió en la primera piedra dentro del zapato del poder- desde que salió a la luz en un país donde los periódicos solo vendían oficialismo o notas rojas, sufrió serios atropellos de todo tipo con Don Pedro -preso cinco veces y finalmente asesinado- al frente del timón. Su primer enemigo fue la naturaleza. En 1931, durante el primer terremoto en Managua, la capital, perdió los primeros linotipos importados, repuestos hasta 1946. La destrucción física fue de tal magnitud que pasó más de un año sin salir a luz pública. Cuatro décadas después, el sismo del 23 de diciembre de 1972 arrasó sus edificios y destruyó su rotativa principal, una prensa de cuatro unidades capaz de producir 64 páginas. En marzo de ese año, con el equipo rescatado y cuatro unidades de una moderna prensa offset que solo sufrió daños, volvió a circular. Aquel fue un obstáculo efímero, al menos hasta ahora. El poder, el oficialismo y la censura han sido sus compañeros incómodos siempre. La tiranía dictatorial -del color o ideología que sea- nunca ha soportado la crítica y por ende no ha sabido convivir con la libertad de expresión que Don Pedro alimentó porque la llevaba en el alma y que convirtió a La Prensa en el paladín de la oposición contra Somoza antes de que aparecieran los sandinistas en la escena del país y empezaran a tacharla de conservadora, aliada de los yanquis (“Enemigos de la Humanidad”). Durante la insurrección del Frente Sandinista de Liberación Nacional contra la primera dinastía, en junio de 1979, La Prensa fue bombardeada y destruida por la artillería y la aviación de la Guardia Nacional de Anastasio Somoza. Extraño ataque aquel porque, dada la situación insurreccional en las calles, el periódico ni siquiera circulaba. Pero no fue el primer atentado armado que el periódico había sufrido. A lo largo de todo ese año los ametrallamientos nocturnos fueron frecuentes. 40 años después, tras la caída de ese régimen y con una pareja mesiánica en el poder -el lastre que quedó de quienes derrocaron a la dictadura Somoza solo para instalar otra usurpando el nombre de Sandino- poco ha cambiado en ese sentido para La Prensa. En 2018, durante más de 500 días, el régimen Ortega-Murillo impuso un bloqueo aduanero contra La Prensa alegando delitos de defraudación aduanera y lavado de dinero. El bloqueo se suspendió en febrero de ese año, pero poco después se volvió a establecer, lo que le impidió acceder a sus importaciones de papel periódico. “La Republica del Papel” se quedó sin papel, pero no sin el alma luchadora que sigue informando en su plataforma digital. Siguiendo los pasos de sus antecesores, el gobierno de Ortega-Murillo también ejecutó un allanamiento policial en su contra. Asaltó sus instalaciones primero y luego tomó el control del lugar. Arrestó al joven gerente general Juan Lorenzo Holmann, otro reo mas a los cientos que hasta ahora ha acumulado el régimen. Pero La Prensa sigue viva; su insignia es de las que nunca se borran. No en balde tiene 92 años de vida, igual que su empuje periodístico acuerpado por la enorme figura de su director. Y es que Don Pedro, un hombre impulsivo con un sentido del humor frugal, pero agudo; con un olfato político insuperable; una presencia recurrente en los cursillos de cristiandad; con la veta periodística alimentando sus venas, fue aquel que la familia Somoza calificó como “envenenado” de odio y cuya imagen el gobierno sandinista no se ha atrevido a tocar -al menos hasta ahora. Pocos recuerdan, pero Rosario Murillo fue su secretaria muchos años. Solo queda asumir que -para ella, su marido y sus acólitos- La Prensa no es el exjefe de Murillo, olvidándose que fue casualmente Don Pedro el primer periodista que dejó un legado para las generaciones posteriores, la mayoría ahora opositores al régimen. No creo exagerar al decir que todos sus “discípulos” -los que trabajan todavía en La Prensa y los que no- desearían tener su talento, su arrojo y su pluma. Para no hablar de sus convicciones. Todos sus hijos, cada cual a su manera, han tratado de seguir su ejemplo. El más combativo como periodista ha sido su hijo menor, Carlos Fernando, quien pasó de ser director de Barricada, el órgano oficial del Gobierno sandinista en su momento, a ser el periodista opositor al régimen Ortega-Murillo de mayor prestigio en su oficio. Autoexiliado dos veces, no suelta su pluma ni un segundo para dirigirla contra los intentos de establecer un régimen similar -algunos dicen peor, yo digo diferente- al de los Somoza. Su hijo mayor, Pedro Joaquín, está ahora en la cárcel por quién sabe que información de poca monta que retuiteó en redes sociales. La menor, Cristiana -quien en cuanto empezó a enseñar su colmillo como posible precandidata opositora-, recibió casa por cárcel. Y su hija mayor, Claudia Lucía, participó en varias tareas del gobierno sandinista en su momento, Su mujer y madre de sus cuatro hijos, Doña Violeta, una ama de casa, quien un buen día en 1990, vestida de blanco, llamando a la reconciliación, contra todos los pronósticos, fue electa presidenta, lo que provocó que Daniel Ortega y el Frente Sandinista que le quedaba se convirtiera en oposición “desde abajo”. Pero todos esos detalles -conocidos por los que apostaron por aquella revolución sandinista y por los que la opusieron- son secuelas de la leyenda que dejó Don Pedro. Como lo es hoy La Prensa. Han pasado más de 40 años de su asesinado en enero de 1978, cuando La Prensa cumplía medio siglo de vida. Su muerte, que fue “un oscuro crimen cuyos rastros llegan hasta el entorno presidencial”, para citar a Pablo Antonio Cuadra en una entrevista a EL PAÍS el 12 de junio de 1979 -casi exactamente un mes antes del triunfo de la revolución sandinista. Ese “oscuro crimen” de Don Pedro también fue clave para la victoria de aquellos entonces rebeldes. No lo dijo Cuadra en la entrevista, pero lo sabemos ahora. Sin el asesinato de Don Pedro, atribuido a sicarios de la dictadura, los sandinistas no hubiesen nunca tomado el poder. Lo que sí le dijo Cuadra a Fraguas, al hablar sobre el asesinato de Don Pedro, fue que su muerte había sido “un símbolo de la dictadura, de su horror por las ideas, por los hombres que piensan, por la libertad de expresión”. Nada ha cambiado. El temor a los que piensan y el horror a la libertad de expresión se mantiene en la Nicaragua de hoy, Esta, como la otra dictadura, tiene que cerrar su ciclo. Tomará su tiempo, pero no tiene otra salida -se está autodestruyendo- y todo indica que por eso actúa como desenfrenada. En cambio, el legado de Don Pedro, La Prensa, se mantiene erguida, como la Estatua de la Libertad de Nicaragua.

sábado, mayo 29, 2021

Perú y el virus de la polarización

El panorama peruano es sombrío e incierto; para algunos tiene visos de guerra civil. Los allegados de cada uno de los dos candidatos hablan siempre en función de “la superioridad moral” del adversario MARÍA LOURDES PALLAIS Las elecciones generales en el Perú son el ejemplo perfecto del fenómeno que define nuestros tiempos políticos en pandemia, el virus de la polarización. Los votantes están atrapados en la difícil decisión de elegir a uno de los dos peores candidatos que han tenido en 200 años de independencia.' En un país partido emocional y económicamente, un maestro y sindicalista rural con nula experiencia política se enfrenta en el ring electoral a la hija de un exdictador convicto; un partido socialista y mariateguista contra una fuerza neoliberal-anticomunista y una propuesta de inspiración latinoamericana (hay quienes ven la mano del marxismo) contra una pro-norteamericana (el “imperialismo yanqui” para otros). La historia le tocó el hombro a un profesor de primaria con limitaciones y virtudes y lo ubicó frente a una administradora de empresas con callo político y educada en Estados Unidos, hija del encarcelado exmandatario Alberto Fujimori, quien se desempeñó como primera dama del Perú de 1994 a 2000 y congresista por Lima de 2006 a 2011, dejando una autoritaria esquela con su sello. El candidato y la propuesta que se ubica a la izquierda del drama peruano tiene algunas similitudes con el México de Andrés Manuel López Obrador. Pedro Castillo (Cajamarca, 1969), el “comunista” que representa “el pueblo olvidado” y que busca “cambiar” el modelo “conservador” vs. Keiko Fujimori (Lima, 1975), quien enfrenta una denuncia por 30 años de prisión acusada de haber recibido aportes ilegales de Odebrecht, al estilo de los “corruptos conservadores” mexicanos. Como el ahora presidente mexicano lo hizo en su momento durante su campaña, Castillo se ha mantenido como el símbolo del rechazo a la corrupción, la posibilidad de un cambio y podría unirse a la nueva tradición latinoamericana de populismo. Ambos hablan un lenguaje sencillo, pueden ser contradictorios, organizan sus equipos de manera un tanto desordenada y la sombra del fraude los ha acompañado. A diferencia de López Obrador, Castillo es un neófito candidato improvisado de un partido, Perú Libre, cuyo fundador, Vladimir Cerrón, está siendo investigado por presuntos delitos de corrupción y lavado de activos. Pero la figura de Cerrón poco lo ha afectado en su campaña. En realidad, no hay muchos en el Perú que sepan quién es Castillo, pero para la clase dominante, es el “cuco” (pillo, malvado) que trae el desastre comunista de Venezuela y Cuba al país andino. El ideario político elaborado por Cerrón y presentado al inscribir la candidatura de Castillo, en efecto, carga propuestas trasnochadas. Pero, aunque el candidato cajamarquino después presentó otro documento donde no habla de “economía popular” sino de economía mixta, para la clase política y empresarial, Fujimori sigue siendo el mal menor, la buena de la película, a pesar de su lastimoso pasado. El nuevo texto, titulado Perú al Bicentenario, podría haber sido elaborado por -y para- la 4T en México. El Estado tendría un importante rol regulador para evitar el abuso en los negocios privados, por ejemplo. “Se regulará más activamente a los monopolios y oligopolios, y se fomentará a la empresa privada; se reconocerá a los empresarios nacionales que invierten en el Perú, pagan sus impuestos y respetan los derechos de los trabajadores y al medio ambiente. Serán nuestros aliados para sacar adelante al país”, lee el texto. Entre las medidas planteadas para reactivar la economía, la principal es impulsar la inversión en obras públicas, como la habilitación de caminos y canales de riego, hospitales, redes de saneamiento, colegios y otros, para promover el empleo en la construcción e industrias vinculadas. También pide “facilitar el acceso a créditos a los negocios más vulnerables, frenar la competencia desleal en la importación de productos textiles, calzado, lácteos y otros”. Y menciona la necesidad de “nacionalizar nuestras riquezas”, pero ya no como una consecuencia inmediata a una fallida renegociación de los contratos con las industrias extractivas, como señalaba el ideario anterior, sino como un sistema para aumentar la recaudación y fijar nuevas reglas tributarias en este sector económico. La más reciente encuesta de Datum, financiada por la poderosa Empresa Editora El Comercio, ubica a los candidatos en un virtual empate técnico, con 45.7% de intención de voto a favor de Castillo y 43.9% de Fujimori, con lo cual el primero habría perdido votos en los últimos días. Este ligero descenso del maestro rural se produce luego de una masacre de 16 personas en el VRAEM -el “valle de la droga” en el centro del Perú-, atribuida a Sendero Luminoso, que ha sido utilizada por medios que favorecen a la candidata fujimorista y ha avivado la campaña del terror contra Castillo. Otro paralelo con la violencia registrada en las campañas electorales de hoy en México. En un intento de impedir el posible “liberalismo autoritario” de ella o el “caos autoritario” de él, ambos candidatos firmaron una proclama ciudadana, elaborada por la Asociación Civil Transparencia, la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, la Unión de Iglesias Cristianas Evangélicas del Perú y la Conferencia Episcopal. El juramento busca proteger la democracia, garantizar el respeto de los derechos humanos, promover la lucha contra la corrupción, asegurar la libertad de expresión, cumplir con la vacunación universal contra la covid-19, entre otras maravillas. Pero para muchos, de un lado y del otro, la proclama es papel mojado, amén del juramento de ambos candidatos ante el Cardenal Pedro Barreto. El panorama peruano es sin duda sombrío e incierto; para algunos incluso tiene visos de guerra civil. Los allegados de cada uno de los dos candidatos hablan siempre en función de “la superioridad moral” del adversario. Y hay voces histéricas, más del lado de los pro-Fujimori que del otro. El que pide reflexión, calma y un voto informado es a veces tildado de “comunista”. La de Perú -un país de unos 33 millones de habitantes- es una elección dominada por la peste tras 180.000 muertes por covid, según un análisis de defunciones estadísticamente anormales del Sistema Nacional de Defunciones, no de la cifra oficial que es de un poco menos de 70.000. El virus también destapó la catástrofe de un sistema disfuncional donde la peste trajo un aumento considerable de pobreza y pobreza extrema. A la gran mayoría -sino a todos, especialmente quienes viven en el “Perú Profundo”- se le ha muerto alguien cercano en una crisis sanitaria inimaginable, y han visto su vida laboral destruida. No es entonces raro que en ese ambiente se hayan enfrentado los extremos más radicales. Para los pocos que han logrado mantener un cierto sentido del humor en este drama, el antagonismo radical ha llegado a tal nivel que hasta la próxima receta del reconocido chef peruano Gastón Acurio deberá tener un matiz político. Y en la gastronomía con ese tono también hay un parecido con el México de hoy.

miércoles, marzo 03, 2021

El éxodo centroamericano y la ‘doctrina Biden’ https://elpais.com/mexico/2021-03-02/el-exodo-centroamericano-y-la-doctrina-biden.html

El demócrata intenta romper con el legado nefasto de Donald Trump y promete atacar de raíz los problemas que incentivan a miles de centroamericanos a dejar una región plagada de traumas MARÍA LOURDES PALLAIS 02 MAR 2021 - 16:10 CST
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, quiere un país que acoja a migrantes, no como el “tipo anterior” (su apodo para Donald Trump). No en balde ha anunciado esperanzadoras iniciativas, incluyendo un millonario apoyo económico a Centroamérica y la autorización para que 25.000 solicitantes de asilo, que ahora esperan en México, ingresen a Estados Unidos mientras sus casos avanzan. Sin embargo, el mismo Biden y su ahora colaboradora Roberta Jacobson, encargada de esos temas, han sido claros: nada va a cambiar en la frontera sur por ahora. Que los migrantes se abstengan de intentar llegar a Estados Unidos, han anunciado. Así buscan desmantelar el programa “Quédate en México” en un intento de hacer un control de daños y terminar el conflicto humanitario creado por Trump y tolerado por Andrés Manuel López Obrador. Pero el asunto de fondo sigue pendiente. No son 25.000 los solicitantes de asilo. Son miles más en espera mientras calientan en la pista mexicana para arrancar de nuevo en estampida. Los migrantes centroamericanos tienen razones para ilusionarse y llegar al anhelado norte. Han perdido la esperanza en sus gobiernos. Han optado por votar “con los pies”, huyendo de sus países, aunque rompan la unidad familiar, con el anhelo de recuperarla ya instalados allá. Saben que los presidentes de Honduras, Guatemala, El Salvador y Nicaragua son de los más corruptos, autoritarios e ineficientes de América Latina. Cada uno tiene su agenda propia y no podrían dirigirse a Washington con una sola voz y propuestas coherentes para resolver nada. Durante su campaña presidencial, Biden anunció una ambiciosa estrategia regional de cuatro años y 4.000 millones de dólares para Centroamérica. Su plan, que busca abordar las causas fundamentales que impulsan a los migrantes del Triángulo Norte a ser la principal fuente de migración no autorizada a Estados Unidos, es un cambio radical de la Administración anterior y un esfuerzo por abordar las causas económicas, de seguridad y de gobernanza de la migración. El asunto está en su agenda formal. De inmediato —semanas o meses—, sin embargo, se perfila una política más bien reactiva, convencional, al estilo de las declaraciones de Jacobson. El siguiente paso será cambiar las reglas de deportación. La preocupación del jefe de Estado demócrata por el Triángulo Norte, una región cada vez más pobre, desigual e insegura, con una de las tasas de homicidios mas altas del mundo, es de larga data. Como vicepresidente de Barack Obama, respaldó la iniciativa de la Alianza para la Prosperidad, enfocada en crear las condiciones de desarrollo para permitir que los migrantes sigan viviendo en sus países. Pero los problemas subyacentes solo han empeorado desde entonces. Ante situaciones endémicas sociales y económicas por décadas, acosada por desastres naturales, organizaciones criminales transnacionales, pésimos gobiernos, pobreza extrema, violencia y violación a sus derechos humanos, hoy la gente también enfrenta los impactos sanitarios, económicos y sociales de la pandemia de covid-19. De acuerdo con un informe de la Oficina en Washington para América Latina (WOLA, 2015), en Guatemala la corrupción y debilidad de las instituciones de seguridad y justicia han dejado al Estado sin capacidad de responder a la violencia y criminalidad o a atender los factores estructurales detrás de estos flagelos. Si salieron en caravanas hacia el norte con Trump y su muralla “para luchar” y “salir adelante”, con mayor razón ahora con Biden, quien ha prometido no financiar ese muro. Ahora mas informados que antes por las redes sociales, buscan vivir con dignidad y consumir como sus familiares en Estados Unidos. La telefonía móvil e internet han abierto puertas a información antes inaccesible. Su otra opción sería liarse con el crimen organizado que opera desenfrenado en la región. En Nicaragua, el régimen de la pareja compuesta por Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, gobierna desde la distancia de su mansión. Ahí atrincherados, ordenan confiscar y apropiarse de manera ilegal de instalaciones periodísticas, organizaciones feministas y de derechos humanos. Solo los nicaragüenses, por la cercanía, en general, optan por emigrar a Costa Rica. En el vecino El Salvador, Nayib Bukele ha resuelto poco, o nada. Su estilo de gobierno ha defraudado a miles. Inició menospreciando a las instituciones políticas incluso antes de tomar posesión, negándose a trabajar en un plan de transición con funcionarios del Gobierno, de acuerdo con el periodista salvadoreño Carlos Dada. Desde 2019 que tomó las riendas del Ejecutivo, parece gobernar por Twitter. Casi nadie en su Gabinete tiene experiencia política o conocimiento de la administración pública. Bukele ha preferido “la lealtad a la capacidad de gobierno”, asegura Dada. Honduras es una “cleptocracia” gobernada el presidente Juan Orlando Hernández, quien subvirtió la Constitución para postularse a la reelección en 2017 y ganó por fraude, aseguran los expertos. El sistema de recuento de votos se paralizó cuando Hernández parecía estar en un camino constante hacia su derrota; cuando el sistema regresó, volvió a estar activo. La Unión Europea y la OEA concluyeron que había “demasiadas irregularidades para confiar en los resultados oficiales”. Cierto, Trump le heredó a Biden conflictos nacionales e internacionales que son hoy su prioridad. América Central, que solo por razones de proximidad debería ocupar un lugar destacado en las prioridades de Washington, no está en esa lista. En tanto, López Obrador, quien inició su Gobierno comprometiéndose a trabajar de la mano con América Central en el desarrollo conjunto, mantiene su frontera militarizada, creando un conflicto interno de difícil solución, confiando en que Biden resolverá todo eventualmente. Los graves problemas de Centroamérica empiezan a permear a México y Estados Unidos ahora más que nunca, pues los migrantes no cesan en su intento de huir de su realidad, con un ímpetu nuevo. Su ruta ha abierto un peligroso callejón sin salida para el cual nadie, ni el nuevo Gobierno del norte, ni el de México (mucho menos los propios) ni los organismos internacionales, han encontrado una solución inmediata, que urge. Miles llevan años viviendo en condiciones adversas al norte de México y ahora esperan luz verde para llegar a la tierra prometida. Porque donde esperan no podrán seguir mucho tiempo sin crear un foco de inestabilidad en esas comunidades y en sus propias vidas. Además, se enfrentan a la violencia que los secuestra, extorsiona y aniquila. Para muchos centroamericanos el esperado sueño americano podría terminar en México.

sábado, febrero 20, 2021

Las Caras de Claudia (draft)

I. La mirada ineluctable, terca, e impenetrable. Como la de la luna cuando no la vemos. Siempre la tuvo vedada, pero ese día, esa tarde, una de sus últimas, fue sobre todo enigmática. -Mamita. ¿Ya te quieres ir a tu casa?, preguntó Claudia acercándose a esa cama escuálida que le quedaba chica a su madre, creyendo, sin pensarlo, que aquella mirada era eso, lo que tenía que ser, maternal, nada misterioso, nada complicado. -Claro, ya se quiere ir. ¡No quiere otra cosa!, contestó Adriana, su amiga y guardiana, como ese su tono resentido, golpeador, sentada en un sillón de plástico que la hacía verse insignificante, pero que no le escondía su cara de dueña, la única que sabía lo que su madre quería. -¿Le preguntaste?, se atrevió a decir Claudia, la hija mala, la que la ponía nerviosa a su madre. -Claro que no, pero lo sé. Eran órdenes de quien se creía, o se sabía, la intérprete de los deseos íntimos de Graciela, su madre, y fueron acatados. Pero lo más memorable seguía siendo su mirada. Congelada en ella, pero lo abarcaba todo. Era la misma que Claudia conocía desde niña, pero ese día, era fulminante y tenía mucho de terminal, de sentencia silenciosa o de despedida sin regreso, quizás de esos adioses que dejan los que se van para siempre, de esas últimas expresiones de vida con un significado que nosotros, que nos quedamos, nunca sabremos. Pero demonios, ¿qué le decía su madre? ¿Por qué no la dejaba de apuntar? ¿Qué quería? Quiso preguntarle, o lo pensó, pero las voces que la rodeaban se lo impidieron. -Mamita, dime qué quieres. O no me digas, pero yo te quiero con toda mi alma. No importa el pasado. No te preocupes por mí. Eso quiso decirle y pararlo todo: las órdenes de aquella que se creía su dueña, la camilla que esperaba en el corredor para llevarla en una ambulancia, las medicinas que tendría que llevar a la casa, las enfermeras, la bulla torpe del hospital que quería que ya se fuera de una buena vez. -Hay que moverla ya. Claudia escuchaba sus gemidos, “No, no, no quiero” y no podía soportarlo. Tomó el elevador y bajó sola. Como solía hacer ante situaciones que no podía controlar, sin testigos, ante el espejo del ascensor, apretó los puños y pegó un par de gritos. “Carajo, mierda, puta madre”. Llegó a la entrada del hospital donde ya estaba la camilla, con su madre encima, diciendo siempre que no, que no quería. -Mamita, mamita linda. Pero a Claudia no le salía ser eso de ser enfermera. No era su fuerte calmar a nadie, menos a su madre que se estaba muriendo y viajaría en una ambulancia a su casa para hacerlo ahí. Quiso huir, tomar un taxi, pero si la dueña de su madre ya no estaba cerca, sí estaba Cristina, su enfermera, que la miraba de reojo y cuchicheaba con una colega, la que el hospital había designado para acompañar los últimos días de su madre. -La señora María José sí acompañó a su madre en la ambulancia cuando la trajimos. Horror de horrores. Ella también lo haría, por supuesto. Faltaría más. -Señora Claudia, que el chofer nos recoja aquí por favor, no del otro lado de la calle. Su madre se estaba muriendo, ella tendría que acompañarla en ese trayecto a su último destino, como la dueña lo había ordenado, sin darle la droga que la ayudaría a ignorarlo todo, y encima la enfermera le daba órdenes. Insoportable pero imposible huir de todo aquello. -Ay, ayayay, ayayay, decía su madre mientras cerraba los ojos y se hundía lo más que podía dentro de sí, de su alma moribunda, de su realidad asquerosa, de su entorno que no controlaba. Y la ambulancia, qué vergüenza de chatarra, se detenía en todos los semáforos, no sabía cómo llegar, perdió la ruta, el tercer mundo y sus realidades, en fin, llegaron, quien sabe cómo, al edificio donde la madre de Claudia había vivido casi 20 años y donde sin duda, pronto moriría. Claudia subió corriendo antes que nadie. Y las voces la aturdían, como un coro maltrecho que la perseguía: -Tía, la cama de mi abuela no sirve -Señora, las medicinas que le dieron no son suficientes -Señora, no entra la cama del hospital en el cuarto. -Tía, mi abuela se está quejando -Señora, así no se hacen las cosas II. A todo vapor empieza a contar aquél día que murió, para no olvidarlo nunca, aunque el olvido fuera parte del proceso. Dejó de sentir que su corazón palpitaba y escuchaba que decían ‘está en coma’. A lo mejor era cierto. En coma o muerta, pero ya no estaba allí. Y es que con la muerte no se va uno no para siempre. El tiempo, las esperanzas, las miradas, los resentimientos, la rutina y los teléfonos desaparecen pero no los reclamos, los jaloneos, los lloriqueos, las angustias, los pleitos, los fantasmas… en fin, los recuerdos de todos los que ella tuvo a su lado, para bien o para mal, le gustara o no; de los hermanos por aquella joya que perdió, de los tíos por aquella decisión que tomó, de los hijos por aquel viaje que nunca realizó, de los nietos por aquella abuela que nunca tuvieron. Y ella, antes de morir, siempre creyó que la muerte era desaparecer para siempre. Ahora se daba cuenta lo ignorante que había sido. La muerte era el fin de sus conflictos, pero no de su vida. Empezó a escuchar sonidos nuevos, como de flauta. A sentir caricias sutiles, como de viento. Entró a un túnel luminoso, como camino al cielo, pero sin ángeles ni santos. Llegó a un espacio sin arco iris, pero iluminado por todos los matices que nunca antes vio con claridad -- los verdes suaves, los amarillos desnudos, los azules dormidos, los dorados sin brillo... Estaría en coma, pero empezó a escuchar sonidos nuevos, como de flauta sin notas ensordecedoras; la abrazaron caricias sutiles, como de viento, ni húmedas ni secas, de esas que no dejan huellas. Estaría al borde de la muerte, pero entró, con todas sus facultades, a un túnel luminoso, quizás la bienvenida al cielo, sin ángeles ni santos. Llegó a un espacio enormemente blanco, pero iluminado por todos los matices que nunca antes había visto con claridad—los verdes suaves, los amarillos desnudos, los azules dormidos, los dorados sin brillo... Todos los que nunca supo gozar en el mundo porque siempre estaba ocupada mirándose al ombligo. Y empezó a recordarlo todo, detalles, decisiones, lo que hizo bien, lo que hizo mal, los días que evitó, los años que perdió; el tiempo que diseminó; las tonterías a las que les dio demasiado importancia; la vida en fin. Por primera vez tuvo claro que jugó al matrimonio perfecto pero que ahí se hundió su vida. Cierto. Nunca aceptó en su casa a la amante de su marido, ni padeció la fealdad de la desdeñada, de la que se empeña en la necia fidelidad enseñada durante siglos por las mismas mujeres, ni fue la buena esposa abandonada con cuatro hijos que implora a San Compadecido que se apiade de ella, ni la mujer exitosa que al vislumbrar una aventura la complica y queda lastimada por el engaño. Pero supo que buscando no reproducir la mentira de sus padres inventó la suya. La familia porque ni modo, los hijos para educarlos, el sistema para rebelarse o para adoptarlo (lo mismo), la vida para disfrutarla (haciéndose la vista gorda de la miseria de los demás), la carrera para…, qué aburrido, para lo que sea, pero finalmente, para hacer dinero, éxito, fama, pero no para ella. Apuntó la mirada a su hija, la que tenía enfrente. Fue dura, pero no podía ser de otra manera. Quién sabe qué pensaría su hija, pero ella estaba mirando a la nada, y su hija estaba en ese ángulo. Ni la reconoció. O quizás sí en algún misterioso momento, cuando su hija la miró suplicándole algo. Quién sabe qué quería. Si siempre le dio todo lo que pudo. Y ya le había llegado la hora de descansar. Escenas de su vida, la que se le estaba yendo, desfilaron por su mente, la que le quedaba. Escenas sin secuela cronológica, como un tren que deja una humarada y que nunca se detiene, paseaban por su mirada, la que estaba perdiendo. Y le pasó lo que nunca antes. Las preguntas se agolpaban mientras los vacíos se llenaban en algún lado de su cuerpo. La vida se disipaba, como las angustias, mientras sentía la camilla helada, escuchaba los frenos de los carros y algo le dolía, pero no sabía muy bien donde. Su hija a su lado, la mayor, pero a ella no le importaba nada. Ella o la otra, lo claro era que se estaba muriendo, lo que nunca había pensado le sucedería de esa forma. Y recorrió a golpes esto y lo otro, todo aquello que sabía que ya no tenía importancia pero que no podía detener; olas indómitas que no la ahogaban pero que tampoco le daban nuevo hálito. Todo mientras la subían a su casa en esa camilla que no entendió nunca de donde salió. Todo mientras gritaba “no quiero, no quiero”, pero en realidad no sentía nada. Solo veía pasar los pensamientos que se le atropellaban en su cabeza y ella llegaba a su cuarto, pero su cama era otra. Todos la miraban con dolor, y ella ya no sentía nada. La muerte fue para ella el fin de sus conflictos, pero no el fin de su vida. Ya en la tumba, simplemente no la dejaban tranquila. No podía zafarse de ellos. Ya déjenme de joder. Ya no soy de ustedes. Soy Claudia y soy nadie y soy todos y no importa. Ya déjenme tranquila. Así les decía, sin hablar una palabra, desde el silencio de su féretro. Otro recuerdo la hizo palidecer. “¿Eres tú? No te reconocí. Pero claro que te conozco”. Estaba en coma. Quién sabe qué pasó. Pero ese preciso momento ella entró a un lugar que nunca había conocido antes. A un muelle quizás. Sintió el viento y tocó agua diáfana de un río desconocido. Se vio enfundada en un abrigo de felpa y escuchó, escurrida, el último grito de Adrián, hacía más de 10 años. “¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? Dónde naciste, carajo! Dímelo de una buena vez...” ¿Qué hora era? No importaba. Sólo recordaba que inventaba diálogos cuando llegaba el de la licorería con un pedido; cuando hablaba por teléfono, decía: “permíteme un momento” y fingía que hablaba con alguien: “ya voy, estoy en el teléfono”. Sostuvo largas conversaciones con interlocutores que nunca existieron, mientras pagaba al de la farmacia. Llegó incluso a avisarle a nadie en su recámara, para que la escuchara el chavo que me el suchi "¿tienes cambio de 200 pesos? Y es que no quería que supieran que vivía sola, menos aún que estaba loca. A veces se preguntaba si fingía bien, si le creían. Prefería pensar que sí; que ni si se imaginaban que estaba hablando con nadie. La hubiesen creído loca. Y no quería que nadie lo supiese. Con excepciones. Pocos, ni con tres dedos llegó a contarlos, esos que la querían sin condiciones, fuera o no loca, no le importaba que lo supiesen. Pero siempre se negó que lo supiesen los que murmuraban a sus espaldas, “¿cómo se le ocurre ponerse calcetas con zandalias? Está loca...” Ni los que, en tono de chisme, comentan: “es una loca, dejó al mejor marido que tuvo, que la adoraba, que ahora es famoso y tiene mucho dinero”. Mucho menos sus jefes, que la miraban como bicho raro; o peor, como una perdedora, porque, después de recorrer el mundo y tener a su alcance óptimas oportunidades profesionales, excelentes parejas, un lugar “digno" en la sociedad, mucho dinero y un par de hijos, murió sin tener nada, y para ellos, era nadie. Por eso no quiso que ellos supiesen que sí fue alguien: una loca de remate. Menos que supiesen que una vez fue araña. Que sus finísimas, larguísimas y estilizadas patas, eran la envidia de sus compañeras. En telas prolijas, sabía desplazarse con garbo. Me columpiaba con un estilo desenfadado y señorial, cual trapecista. Hubo quienes juraron que lo hacía cantando. Nunca empañé mis ojos vidriosos con horizontes foráneos ni mis saltos almidonados con sueños laberínticos fuera del entorno en el que se movía con destreza magistral. Era la reina y la más ágil. Una noche de luna cuarto menguante, mientras ella se mecía displicente, se percató que estaba sola, que sus compañeras la evitaban y que dejaron de aplaudir sus acrobacias. Y ella necesitaba público. Pero ya la habían aislado de todas las colmenas y la tela pegajosa le había enredado las patas. Quiso cantar pero no pudo, quizás nunca había podido. Aturdida, buscó con sus desorbitados ojos rojos el charco estancado ahí abajo. No vio su reflejo y se horrorizó, aunque nunca antes se había visto reflejada, salvo en las miradas de sus compañeras. Para zafarse de la tela que la había atrapado, tenía que columpiarse como sólo ella sabía hacerlo. Y lo logró. Cayó al charco, cegada por una oscuridad para ella desconocida, y sin sus patas, que habían quedado enredadas en la última tela que conoció. Al contacto con el agua lodosa, su pequeñísima caparazón cambió de forma. Se convirtió en una suerte de caja negra que disparaba colores, colgada entre el cielo oscuro de la noche y la avenida principal de una ciudad ruidosa, sin colmenas. Emitía el color rojo. Los coches se detenían ante ella. ¿O él? ¿Qué sería? No lo sabía. Se había transformado en un aparato que despedía luces rojas y verdes, y que ahora, estaba en rojo. El tiempo suficiente para ver que la noche transitaba lenta, y que, iluminados por los faros de uno de los autos, un par de niños vestidos de payasitos hacían malabares con antorchas de fuego. El espectáculo duró poco menos que un cambio de sus luces, de rojo a anaranjado. Creyó distinguir que el más pequeño de los acróbatas sometidos a su mando serpeaba los coches en busca de monedas. La araña convertida en semáforo fue testigo. La mirada del pequeño se estrelló con las ventanillas cerradas y la indiferencia de los conductores. Y no pudo hacer nada. Ahora emitía una luz verde. Los coches arrancaron con furia y los payasitos se refugiaron en una esquina. Y ella, prisionera de una caja ahí arriba, no controlaba sus luces, que se habían convertido en su esencia. ¿Dónde habrían quedado sus patas? En ese paraíso estaba cuando creyó escuchar que su hermana menor, experta en controlarlo todo y sin duda muy sabia, susurraba “está en coma, ya no nos puede escuchar”. Y suspiró aliviada. ------------------------------------------------ III. -Hay que vestirla. ¿Qué le van a poner? Era una orden. Una de las enfermeras le tapó los orificios nasales con algodón para que cuando apareciera en el ataúd su rostro no estuviera desencajado, sin vida, sino que luciera dormida, tranquila. Porque las huellas de la muerte en el cuerpo humano son tenebrosas. Pero nadie las vio. Cuando apareció vestida en el ataúd, la muerte estaba escondida en sus huesos, en su pulmón, en su cerebro, pero su rostro estaba en paz, sus manos no temblaban, ni un surco de preocupación borboteaba en las venas de su cuello. El pañuelo que le pusieron para esconder su cráneo sin cabellos, un toque perfecto de coquetería que ella hubiera aplaudido. Pero había que tomar decisiones. Claudia había muerto sin dejar testamento, pero sí había dejado varios miles de dólares y había que repartírselos. Y como nunca tuvo hijos, sus bienes tendrían que pasar a sus hermanos y a sus sobrinos, no a todos por supuesto, sino a los que ella había conocido, y especialmente, “a los que le dieron amor”. Y ella creía que la muerte era desaparecer para siempre. ¡Qué ilusa! Sí puso punto final a sus conflictos, por lo menos a los familiares, que le siempre le pesaron como rocas agudas y afiladas, pero no fueron el fin de su vida. La pobre. Tan sola y tan llena de ánimo. Tan confundida. Tan aislada en medio de multitudes. Su historia fue la de muchas. La de muchas que no optaron por el éxito pero sí por la libertad; la libertad con caminos sin líneas trazadas; la libertad anarquista de aquellas que soñaron con cambiar el mundo y pensaron que podían ser protagonistas; la libertad de las revoltosas exánimes en su búsqueda. La libertad sin fronteras. En síntesis, la opción contra la felicidad, la compañía, la seguridad. Así fantaseaba con la mirada clavada en el horizonte que se vislumbraba a través de la ventanilla del avión, pero sin ver nada, salvo una flecha diluida que salía de sus ojos, sin otro destino que la inevitable esquina que no decía nada. Sabe Dios cómo habría entrado al aparato. Quién sabe quien la habría ayudado a subir las escalinatas, guardado su maletín de mano en la parte superior y sentado en una ventanilla, en la tercera fila. Aún no había despegado el avión cuando se percató que regresaba a Estados Unidos, después de una semana de permanecer encerrada en una recámara, sin hablar con nadie. Ahora piensa tantas cosas… que si le decía que la había decepcionado, que si le decía que se iba preocupada por su futuro, que si sólo le decía que no entendía nada, que la quería con toda su alma, que nada, que la dejaran tranquila y que la dejaran mirarla, a ella, a esa hija que ella amó pero que no siempre pudo demostrárselo, a esa hija a la que ella enviaba cheques que ella nunca pudo cobrar (porque la firma aparecía donde no debía); a esa hija que le reclamó la ausencia de besos, caricias, calidez, cuando ya era muy tarde; a esa hija que la maltrató muchas veces pero que siempre la admiró; a esa hija que no entendió nunca muy bien pero que siempre apoyó, aunque muchas veces la desesperaba, “la ponía nerviosa”, decían. Esa mirada, clavada como la de las estatuas que no reparan el contexto ni el bullicio, era enigmática, como lo fue ella después de todo siempre. Y es que era difícil entenderla. Nunca pudo ceñirse a un patrón. Fue buena hija, primero, pero en cuanto conoció al padre de Claudia, a los 15 años, se desbocó. Sin que se notara mucho. Ernesto era un buen partido: guapo, hijo de diplomáticos, con una prometedora carrera en su futuro y pariente de un dictador apapachado por Estados Unidos. Sus credenciales eran casi perfectas. Con la excepción de ser extranjero. ¿Nicaragua? ¿Dónde queda ese país? Su mirada acompañada de su voz, silenciosa aquella tarde pero no por ello olvidada ni ausente. Estaba en aquel cassette que aún guarda y que escuchó después de enterrarla. -Conmigo, el General siempre fue amoroso. Es que era ¡Un señor! Esa voz tan suya, tan dinámica, como dardos, escupiendo opiniones mientras la memoria de Claudia, sin edición alguna, vomitaba recuerdos, anécdotas, momentos que definieron su futuro, olvidos que ella, mientras escuchaba, reclamaba, intentaba dibujar, para inmiscuirse en los orígenes de su infancia, de la vida de su madre: esa voz que la volvía a la vida. -Estabas furiosa porque no me quedé a cuidarte cuando te operaron de la apéndice!, decía en la grabación, entre culposa y burlona. -Celosa porque cuando Juan se quemó todo el cuerpo, y lo tuvimos que llevar al hospital, yo no me separé de él ni un minuto… Pero es que no era lo mismo… Tan cercano el sonido de su voz, ese sonido que le fue tan familiar durante tantos años, tan suyo y tan propio. Esa voz que muchas veces desentonaba en la cacofonía familiar, que tenía, en sus ojos, en su impulso, una energía vital tan diáfana que pocos soportaban. Esa voz que se encendía cuando encontraba un cauce, una salida o simplemente un tema que le permitiera expresarse. Esa voz tan generosa y a la vez tan ensimismada. ---------------------------------------------- A todo vapor empieza a contar aquél día que murió, para no olvidarlo nunca, aunque el olvido fuera parte del proceso. Dejó de sentir que su corazón palpitaba y escuchaba que decían ‘está en coma’. A lo mejor era cierto. En coma o muerta, pero ya no estaba allí. Y es que con la muerte no se va uno no para siempre. El tiempo, las esperanzas, las miradas, los resentimientos, la rutina y los teléfonos desaparecen pero no los reclamos, los jaloneos, los lloriqueos, las angustias, los pleitos, los fantasmas… en fin, los recuerdos de todos los que ella tuvo a su lado, para bien o para mal, le gustara o no; de los hermanos por aquella joya que perdió, de los tíos por aquella decisión que tomó, de los hijos por aquel viaje que nunca realizó, de los nietos por aquella abuela que nunca tuvieron. Y ella, antes de morir, siempre creyó que la muerte era desaparecer para siempre. Ahora se daba cuenta lo ignorante que había sido. La muerte era el fin de sus conflictos, pero no de su vida. Empezó a escuchar sonidos nuevos, como de flauta. A sentir caricias sutiles, como de viento. Entró a un túnel luminoso, como camino al cielo, pero sin ángeles ni santos. Llegó a un espacio sin arco iris, pero iluminado por todos los matices que nunca antes vio con claridad -- los verdes suaves, los amarillos desnudos, los azules dormidos, los dorados sin brillo... Estaría en coma, pero empezó a escuchar sonidos nuevos, como de flauta sin notas ensordecedoras; la abrazaron caricias sutiles, como de viento, ni húmedas ni secas, de esas que no dejan huellas. Estaría al borde de la muerte, pero entró, con todas sus facultades, a un túnel luminoso, quizás la bienvenida al cielo, sin ángeles ni santos. Llegó a un espacio enormemente blanco, pero iluminado por todos los matices que nunca antes había visto con claridad—los verdes suaves, los amarillos desnudos, los azules dormidos, los dorados sin brillo... Todos los que nunca supo gozar en el mundo porque siempre estaba ocupada mirándose al ombligo. Y empezó a recordarlo todo, detalles, decisiones, lo que hizo bien, lo que hizo mal, los días que evitó, los años que perdió; el tiempo que diseminó; las tonterías a las que les dio demasiado importancia; la vida en fin. Por primera vez tuvo claro que jugó al matrimonio perfecto pero que ahí se hundió su vida. Cierto. Nunca aceptó en su casa a la amante de su marido, ni padeció la fealdad de la desdeñada, de la que se empeña en la necia fidelidad enseñada durante siglos por las mismas mujeres, ni fue la buena esposa abandonada con cuatro hijos que implora a San Compadecido que se apiade de ella, ni la mujer exitosa que al vislumbrar una aventura la complica y queda lastimada por el engaño. Pero supo que buscando no reproducir la mentira de sus padres inventó la suya. La familia porque ni modo, los hijos para educarlos, el sistema para rebelarse o para adoptarlo (lo mismo), la vida para disfrutarla (haciéndose la vista gorda de la miseria de los demás), la carrera para…, qué aburrido, para lo que sea, pero finalmente, para hacer dinero, éxito, fama, pero no para ella. Apuntó la mirada a su hija, la que tenía enfrente. Fue dura, pero no podía ser de otra manera. Quién sabe qué pensaría su hija, pero ella estaba mirando a la nada, y su hija estaba en ese ángulo. Ni la reconoció. O quizás sí en algún misterioso momento, cuando su hija la miró suplicándole algo. Quién sabe qué quería. Si siempre le dio todo lo que pudo. Y ya le había llegado la hora de descansar. Escenas de su vida, la que se le estaba yendo, desfilaron por su mente, la que le quedaba. Escenas sin secuela cronológica, como un tren que deja una humarada y que nunca se detiene, paseaban por su mirada, la que estaba perdiendo. Y le pasó lo que nunca antes. Las preguntas se agolpaban mientras los vacíos se llenaban en algún lado de su cuerpo. La vida se disipaba, como las angustias, mientras sentía la camilla helada, escuchaba los frenos de los carros y algo le dolía, pero no sabía muy bien donde. Su hija a su lado, la mayor, pero a ella no le importaba nada. Ella o la otra, lo claro era que se estaba muriendo, lo que nunca había pensado le sucedería de esa forma. Y recorrió a golpes esto y lo otro, todo aquello que sabía que ya no tenía importancia pero que no podía detener; olas indómitas que no la ahogaban pero que tampoco le daban nuevo hálito. Todo mientras la subían a su casa en esa camilla que no entendió nunca de donde salió. Todo mientras gritaba “no quiero, no quiero”, pero en realidad no sentía nada. Solo veía pasar los pensamientos que se le atropellaban en su cabeza y ella llegaba a su cuarto, pero su cama era otra. Todos la miraban con dolor, y ella ya no sentía nada. La muerte fue para ella el fin de sus conflictos, pero no el fin de su vida. Ya en la tumba, simplemente no la dejaban tranquila. No podía zafarse de ellos. Ya déjenme de joder. Ya no soy de ustedes. Soy Claudia y soy nadie y soy todos y no importa. Ya déjenme tranquila. Así les decía, sin hablar una palabra, desde el silencio de su féretro. Otro recuerdo la hizo palidecer. “¿Eres tú? No te reconocí. Pero claro que te conozco”. Estaba en coma. Quién sabe qué pasó. Pero ese preciso momento ella entró a un lugar que nunca había conocido antes. A un muelle quizás. Sintió el viento y tocó agua diáfana de un río desconocido. Se vio enfundada en un abrigo de felpa y escuchó, escurrida, el último grito de Adrián, hacía más de 10 años. “¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? Dónde naciste, carajo! Dímelo de una buena vez...” ¿Qué hora era? No importaba. Sólo recordaba que inventaba diálogos cuando llegaba el de la licorería con un pedido; cuando hablaba por teléfono, decía: “permíteme un momento” y fingía que hablaba con alguien: “ya voy, estoy en el teléfono”. Sostuvo largas conversaciones con interlocutores que nunca existieron, mientras pagaba al de la farmacia. Llegó incluso a avisarle a nadie en su recámara, para que la escuchara el chavo que me el suchi "¿tienes cambio de 200 pesos? Y es que no quería que supieran que vivía sola, menos aún que estaba loca. A veces se preguntaba si fingía bien, si le creían. Prefería pensar que sí; que ni si se imaginaban que estaba hablando con nadie. La hubiesen creído loca. Y no quería que nadie lo supiese. Con excepciones. Pocos, ni con tres dedos llegó a contarlos, esos que la querían sin condiciones, fuera o no loca, no le importaba que lo supiesen. Pero siempre se negó que lo supiesen los que murmuraban a sus espaldas, “¿cómo se le ocurre ponerse calcetas con zandalias? Está loca...” Ni los que, en tono de chisme, comentan: “es una loca, dejó al mejor marido que tuvo, que la adoraba, que ahora es famoso y tiene mucho dinero”. Mucho menos sus jefes, que la miraban como bicho raro; o peor, como una perdedora, porque, después de recorrer el mundo y tener a su alcance óptimas oportunidades profesionales, excelentes parejas, un lugar “digno" en la sociedad, mucho dinero y un par de hijos, murió sin tener nada, y para ellos, era nadie. Por eso no quiso que ellos supiesen que sí fue alguien: una loca de remate. Menos que supiesen que una vez fue araña. Que sus finísimas, larguísimas y estilizadas patas, eran la envidia de sus compañeras. En telas prolijas, sabía desplazarse con garbo. Se columpiaba con un estilo desenfadado y señorial, cual trapecista. Hubo quienes juraron que lo hacía cantando. Nunca empañó sus ojos vidriosos con horizontes foráneos ni sus saltos almidonados con sueños laberínticos fuera del entorno en el que se movía con destreza magistral. Era la reina y la más ágil. Una noche de luna cuarto menguante, mientras se mecía displicente, se percató que estaba sola, que sus compañeras la evitaban y que dejaron de aplaudir sus acrobacias. Y ella necesitaba público. Pero ya la habían aislado de todas las colmenas y la tela pegajosa le había enredado las patas. Quiso cantar pero no pudo, quizás nunca había podido. Aturdida, buscó con sus desorbitados ojos rojos el charco estancado ahí abajo. No vio su reflejo y se horrorizó, aunque nunca antes se había visto reflejada, salvo en las miradas de sus compañeras. Para zafarse de la tela que la había atrapado, tenía que columpiarse como sólo ella sabía hacerlo. Y lo logró. Cayó al charco, cegada por una oscuridad para ella desconocida, y sin sus patas, que habían quedado enredadas en la última tela que conoció. Al contacto con el agua lodosa, su pequeñísima caparazón cambió de forma. Se convirtió en una suerte de caja negra que disparaba colores, colgada entre el cielo oscuro de la noche y la avenida principal de una ciudad ruidosa, sin colmenas. Emitía el color rojo. Los coches se detenían ante ella. ¿O él? ¿Qué sería? No lo sabía. Se había transformado en un aparato que despedía luces rojas y verdes, y que ahora, estaba en rojo. El tiempo suficiente para ver que la noche transitaba lenta, y que, iluminados por los faros de uno de los autos, un par de niños vestidos de payasitos hacían malabares con antorchas de fuego. El espectáculo duró poco menos que un cambio de sus luces, de rojo a anaranjado. Creyó distinguir que el más pequeño de los acróbatas sometidos a su mando serpeaba los coches en busca de monedas. La araña convertida en semáforo fue testigo. La mirada del pequeño se estrelló con las ventanillas cerradas y la indiferencia de los conductores. Y no pudo hacer nada. Ahora emitía una luz verde. Los coches arrancaron con furia y los payasitos se refugiaron en una esquina. Y ella, prisionera de una caja ahí arriba, no controlaba sus luces, que se habían convertido en su esencia. ¿Dónde habrían quedado sus patas? En ese paraíso estaba cuando creyó escuchar que su hermana menor, experta en controlarlo todo y sin duda muy sabia, susurraba “está en coma, ya no nos puede escuchar”. Y suspiró aliviada. ------------------------------------------------ III. -Hay que vestirla. ¿Qué le van a poner? Era una orden. Una de las enfermeras le tapó los orificios nasales con algodón para que cuando apareciera en el ataúd su rostro no estuviera desencajado, sin vida, sino que luciera dormida, tranquila. Porque las huellas de la muerte en el cuerpo humano son tenebrosas. Pero nadie las vio. Cuando apareció vestida en el ataúd, la muerte estaba escondida en sus huesos, en su pulmón, en su cerebro, pero su rostro estaba en paz, sus manos no temblaban, ni un surco de preocupación borboteaba en las venas de su cuello. El pañuelo que le pusieron para esconder su cráneo sin cabellos, un toque perfecto de coquetería que ella hubiera aplaudido. Pero había que tomar decisiones. Claudia había muerto sin dejar testamento, pero sí había dejado varios miles de dólares y había que repartírselos. Y como nunca tuvo hijos, sus bienes tendrían que pasar a sus hermanos y a sus sobrinos, no a todos por supuesto, sino a los que ella había conocido, y especialmente, “a los que le dieron amor”. Y ella creía que la muerte era desaparecer para siempre. ¡Qué ilusa! Sí puso punto final a sus conflictos, por lo menos a los familiares, que le siempre le pesaron como rocas agudas y afiladas, pero no fueron el fin de su vida. La pobre. Tan sola y tan llena de ánimo. Tan confundida. Tan aislada en medio de multitudes. Su historia fue la de muchas. La de muchas que no optaron por el éxito pero sí por la libertad; la libertad con caminos sin líneas trazadas; la libertad anarquista de aquellas que soñaron con cambiar el mundo y pensaron que podían ser protagonistas; la libertad de las revoltosas exánimes en su búsqueda. La libertad sin fronteras. En síntesis, la opción contra la felicidad, la compañía, la seguridad. Así fantaseaba con la mirada clavada en el horizonte que se vislumbraba a través de la ventanilla del avión, pero sin ver nada, salvo una flecha diluida que salía de sus ojos, sin otro destino que la inevitable esquina que no decía nada. Sabe Dios cómo habría entrado al aparato. Quién sabe quien la habría ayudado a subir las escalinatas, guardado su maletín de mano en la parte superior y sentado en una ventanilla, en la tercera fila. Aún no había despegado el avión cuando se percató que regresaba a Estados Unidos, después de una semana de permanecer encerrada en una recámara, sin hablar con nadie. Ahora piensa tantas cosas… que si le decía que la había decepcionado, que si le decía que se iba preocupada por su futuro, que si sólo le decía que no entendía nada, que la quería con toda su alma, que nada, que la dejaran tranquila y que la dejaran mirarla, a ella, a esa hija que ella amó pero que no siempre pudo demostrárselo, a esa hija a la que ella enviaba cheques que ella nunca pudo cobrar (porque la firma aparecía donde no debía); a esa hija que le reclamó la ausencia de besos, caricias, calidez, cuando ya era muy tarde; a esa hija que la maltrató muchas veces pero que siempre la admiró; a esa hija que no entendió nunca muy bien pero que siempre apoyó, aunque muchas veces la desesperaba, “la ponía nerviosa”, decían. Esa mirada, clavada como la de las estatuas que no reparan el contexto ni el bullicio, era enigmática, como lo fue ella después de todo siempre. Y es que era difícil entenderla. Nunca pudo ceñirse a un patrón. Fue buena hija, primero, pero en cuanto conoció al padre de Claudia, a los 15 años, se desbocó. Sin que se notara mucho. Ernesto era un buen partido: guapo, hijo de diplomáticos, con una prometedora carrera en su futuro y pariente de un dictador apapachado por Estados Unidos. Sus credenciales eran casi perfectas. Con la excepción de ser extranjero. ¿Nicaragua? ¿Dónde queda ese país? Su mirada acompañada de su voz, silenciosa aquella tarde pero no por ello olvidada ni ausente. Estaba en aquel cassette que aún guarda y que escuchó después de enterrarla. -Conmigo, el General siempre fue amoroso. Es que era ¡Un señor! Esa voz tan suya, tan dinámica, como dardos, escupiendo opiniones mientras la memoria de Claudia, sin edición alguna, vomitaba recuerdos, anécdotas, momentos que definieron su futuro, olvidos que ella, mientras escuchaba, reclamaba, intentaba dibujar, para inmiscuirse en los orígenes de su infancia, de la vida de su madre: esa voz que la volvía a la vida. -Estabas furiosa porque no me quedé a cuidarte cuando te operaron de la apéndice!, decía en la grabación, entre culposa y burlona. -Celosa porque cuando Juan se quemó todo el cuerpo, y lo tuvimos que llevar al hospital, yo no me separé de él ni un minuto… Pero es que no era lo mismo… Tan cercano el sonido de su voz, ese sonido que le fue tan familiar durante tantos años, tan suyo y tan propio. Esa voz que muchas veces desentonaba en la cacofonía familiar, que tenía, en sus ojos, en su impulso, una energía vital tan diáfana que pocos soportaban. Esa voz que se encendía cuando encontraba un cauce, una salida o simplemente un tema que le permitiera expresarse. Esa voz tan generosa y a la vez tan ensimismada. Esa voz de nadie. IV. Tenía la mirada clavada en el horizonte que se vislumbraba a través de la ventanilla del avión, pero no lograba ver nada. Sabe Dios cómo habría entrado al aparato. Quién sabe quien la habría ayudado a subir las escalinatas, guardado su maletín de mano en la parte superior y sentado en una ventanilla, en la tercera fila. Aún no había despegado el avión cuando se percató que regresaba a Estados Unidos, después de una semana de permanecer encerrada en una recámara, sin hablar con nadie. -¿Qué le pasa a Claudette? Regresó hace tres días, quien sabe de dónde, y no ha salido del cuarto, preguntó Lisette. Estaba embelesada en la luz que entraba por la ventana cuando se le acercó la aeromoza. -¿Algo de tomar? ¿De tomar? De ninguna manera. No había comido en días y la idea de tomar algún líquido le disgustó. Seguramente había perdido varios kilos. No lograba quitar la vista de la ventanilla. Aún no había despegado el avión cuando se percató que regresaba a Estados Unidos, después de una semana de permanecer encerrada en una recámara, sin hablar con nadie. Todo le era ajeno. En ese paraíso estaba cuando creyó escuchar que su hermana menor, experta en controlarlo todo y sin duda muy sabia, susurraba “está en coma, ya no nos puede escuchar”. Y suspiró aliviada. -Hay que vestirla. ¿Qué le van a poner? Era una orden. Una de las enfermeras le tapó los orificios nasales con algodón para que cuando apareciera en el ataúd su rostro no estuviera desencajado, sin vida, sino que luciera dormida, tranquila. Porque las huellas de la muerte en el cuerpo humano son tenebrosas. Pero nadie las vio. Cuando apareció vestida en el ataúd, la muerte estaba escondida en sus huesos, en su pulmón, en su cerebro, pero su rostro estaba en paz, sus manos no temblaban, ni un surco de preocupación borboteaba en las venas de su cuello. El pañuelo que le pusieron para esconder su cráneo sin cabellos, un toque perfecto de coquetería que ella hubiera aplaudido. Pero había que tomar decisiones. Claudia había muerto sin dejar testamento, pero sí había dejado varios miles de dólares y había que repartírselos. Y como nunca tuvo hijos, sus bienes tendrían que pasar a sus hermanos y a sus sobrinos, no a todos por supuesto, sino a los que ella había conocido, y especialmente, “a los que le dieron amor”. Y ella creía que la muerte era desaparecer para siempre. ¡Qué ilusa! Sí puso punto final a sus conflictos, por lo menos a los familiares, que le siempre le pesaron como rocas agudas y afiladas, pero no fueron el fin de su vida. La pobre. Tan sola y tan llena de ánimo. Tan confundida. Tan aislada en medio de multitudes. Su historia fue la de muchas. La de muchas que no optaron por el éxito pero sí por la libertad; la libertad con caminos sin líneas trazadas; la libertad anarquista de aquellas que soñaron con cambiar el mundo y pensaron que podían ser protagonistas; la libertad de las revoltosas exánimes en su búsqueda. La libertad sin fronteras. En síntesis, la opción contra la felicidad, la compañía, la seguridad. Así fantaseaba con la mirada clavada en el horizonte que se vislumbraba a través de la ventanilla del avión, pero sin ver nada, salvo una flecha diluida que salía de sus ojos, sin otro destino que la inevitable esquina que no decía nada. Sabe Dios cómo habría entrado al aparato. Quién sabe quien la habría ayudado a subir las escalinatas, guardado su maletín de mano en la parte superior y sentado en una ventanilla, en la tercera fila. Aún no había despegado el avión cuando se percató que regresaba a Estados Unidos, después de una semana de permanecer encerrada en una recámara, sin hablar con nadie. -¿Qué le pasa a Claudette? Regresó hace tres días, quien sabe de dónde, y no ha salido de su cuarto. Hablaba Sonia su tía, hermana mayor de su padre, en cuya casa ella estaba alojada- -Estará preparándose para su viaje. Déjala tranquila. Es una joven muy independiente y no le gusta que se metan con su vida. Ahora la palabra le había tocado Enrique, esposo de Sonia y primo hermano de su padre. Estaba embelezada en la luz que entraba por la ventana y repitiendo en su mente ese diálogo cuando se le acercó la aeromoza. -¿Algo de tomar? ¿De tomar? De ninguna manera. No había comido en días y la idea de tomar algún líquido le gustó. Seguramente había perdido varios kilos. Pidió un jugo de tomate y logró quitar la vista de la ventanilla. Pero los pensamientos, para atrás, para adelante, se le acumulaban. Y explotó el baúl de los recuerdos. Siempre quiso escribir sobre Manuel, ese seductor que lo sabía todo, salvo ser feliz. Hasta parecía que no ser feliz era uno de sus éxitos. Lo hacía todo para no serlo. La sedujo por su porte, con esa presencia que podía estar como no estar. Tenía un talento contradictorio para dar sin nunca entregar. Era tan generoso como mezquino. Claudia empezaba a ser una mujer y él, ya era un hombre ya entrado en años, millonario, seductor y capaz de enamorar a cualquiera. Lo conoció una noche en casa de un tío abuelo –tenían la misma edad – y decidió que tenía que disfrutarlo. Era una atracción imposible de ignorar. Claudia tenía apenas 32 años y él, mas de 60. “Llego a tu casa esta noche”. Y llegó. Y se quedó varios días. Tres años para ser exactos. V. Claudia logró zafarse de esa relación y se casó con un hombre joven, brillante y enamorado tanto de ella como de la revolución en la que ella había apostado su vida. Pero él, porque ella le echó una mano, no se quedó hundido en ese sueño. Se fue a cumplir el suyo, el que le tocaba. Ella se quedó sola pero enamorada de todo lo que, en esa revolución, le significaba ser otra. No ser la hija de su padre, ni la sobrina del dictador, ni la niña mimada que todo lo tuvo. Quería vivir libre de elegir su propio destino, lo que le significó al final quedarse sin nada. Sin el sueño de cambiar el mundo. Sin una pareja que la amara. Sin una familia que la protegiera. Sin la posibilidad de hacer la diferencia. En esa soledad que aún no sentía, tuvo la suerte de aliarse con una nueva amiga que le sugirió irse a otro país. Dejarlo todo. Convencerla de que quedarse no valía la pena. Y lo logró. Dejarlo casi todo, salvo un par de relaciones importantes que le siguieron el resto de su vida, aunque de lejos. Logró instalarse en un nuevo país donde vivó muchos años que en ningún otro y donde terminó su vida. No fue fácil obviamente. Pero llegó cargada de aquella energía que la movía para seguir viviendo, seguir luchando por ser ella misma, con sus obsesiones, sus impulsos, sus ganas de vivir aún sin aquel sueño de cambiar el mundo pero con el empuje de seguir siendo dueña de sus decisiones. Se entregó a aquél trabajo que el destino le ofreció en aquel país que para ella era nuevo, raro, pero que le permitió desarrollarse como la profesional que había dejado de ser. Se obsesionó con probarse a sí misma que lo podría hacer. Que podía ser una periodista sin ideología ni sueños de cambiar el mundo pero sí con ganas de dejar una huella como profesional comprometida con ayudar a crear una agencia que podría competir con las internacionales que dominaban el mundo de la información antes de que aparecieran las redes sociales, el internet.. Lo hizo relativamente bien por varios años pero no lo suficiente. Sus emociones se impusieron. Se le cruzó un hombre que amó como nunca antes había amado a nadie. Un hombre que la hizo muy feliz y también muy infeliz pero de quien se enamoró porque compartía algo muy profundo que no tenia que ver con nada obvio ni común. Ambos compartían ser diferentes al resto de las parejas convencionales. Él famoso, ella no pero ambos “raritos”. Èl un tanto negativo ante la vida y ella, terca, seguía buscando el lado positivo de las cosas, incluyendolo a él. Para él, lo único positivo eran sus hijos. Un día se lo dijo y él la acusó de mezquina. Nunca quiso tener uno con ella. Le decía: ya tengo mas de 50 años y tú mas de 40. La relación duró muchos años. Algunos juntos. Otros no. Aquél quería una cosa y ella otra. Como esos amores que nunca encuentran un punto en común a pesar de tener valores compartidos. Inevitable. Ella no lo hacía feliz y ella a él tampoco. Después de varios años separados, se volvieron a encontrar. Pero no funcionó, como casi todo lo que ella intentó para ser libre. Porque siempre supo que ser feliz no era algo permanente. Pero con él, ilusa, creyó que lo podría intentar, porque lo quería y sabia que él la quería. Pero ese amor no fue suficiente. Ya él falleció y ella, lo extraña pero sabe que lo que extraña es solo la ilusión de sentirlo vivo, aunque lejano. El vacío que le dejó no lo puede llenar nada, mucho menos nadie. El amor ya no existe en su vida. Tuvo una relación de amistad muy fuerte que terminó en menos de dos años porque ella, según él, no logró “valorarlo”. Según ella, sí lo valoró pero nunca se enamoró de él. Ahora está convencida que no podrá enamorarse de nadie. Ya perdió esa energía. Claudia vive sola. Casi no ve a nadie. Se le cruzó la pandemia del covid 19 y ahora solo sale una vez a la semana, cuando mucho. Solo sus amigos mas cercanos la vienen a ver y ella apenas va a verlos a ellos. Ya el mundo cambió y pronto cumplirá siete décadas de vida. Ya nada tiene sentido en su vida. Sin tener instintos suicidas, piensa en morir para dormir para siempre. No es cierto que los que sueñan sean los mas exitosos. Por lo menos no en su caso. Los recuerdos son borrosos. There was something unusual about this funeral procession. Idle street prowlers, old men sitting on rocking chairs at their doorways, barefoot urchins who had witnessed far too many go by were intrigued by this particular one. Some just stood or sat, staring in confusion. The younger ones, amused by the spectacle, ran giggling behind the hearse. Strange that it should cause so much commotion for, in those days, any picture of the Nicaraguan capital, Managua, would have been incomplete without a funeral ceremony. Perversely, funerals brought life to this city of wide empty spaces and chest-high weeds, of abandoned concrete hulks, the jagged ruins of hotels, banks, churches and cinemas where destitute families lingered, like ghosts. They added bustle to the silence of bullet-marked walls and sounds to the slogans smeared with red paint urging "death to the bourgeoisie." For years, Managua, or what was left of it after a crushing earthquake and months of civil war, had become synonymous with death. By the time of the Sandinista revolutionary triumph in July, 1979, Managua was as used to burials of young people, mostly of Sandinista "martyrs and heroes," as it had once been to street riots and barricades. But this funeral procession presented an arresting, disconcerting scene. In it, oddly at ease, earnest youths in green fatigue uniforms, wearing red and black bandanas across their foreheads, walked side-by-side with rich businessmen and their elegant wives dressed in their best mourning clothes. This potpourri of people, a social cross section, was mourning the mysterious assassination of Marcel Pallais Checa, a 24-year-old relative of the recently-deposed Nicaraguan dictator who had joined the Sandinista revolutionaries. For the first time, the young revolutionary caste felt united in a common cause with the old Nicaraguan ruling class, sharing in the loss of a young man of uncommon destiny who had belonged to them both. The procession advanced mostly on foot, but there were a couple of cars. Looking through the window of the car that led the way behind the hearse, a handsome, middle-aged woman, wearing dark glasses, recognized a few of Marcel's high school friends. She also spotted a lot of new faces. Probably Marcel's new friends, his Sandinista co-workers, she thought. All looked forlorn, holding banners with Marcel's name printed in big, black and red letters, shouting revolutionary slogans as they walked. Scattered groups of people, dressed in rags, had walked all the way to the cemetery. They probably didn't know who had died, but it was clear to them it was a "Sandinista martyr" with upper-class connections, not the other way around. For, in those days, the dead were almost invariably young revolutionaries, all poor militants of the lower classes. Wrapped in the red and black colors of the victorious Sandinista flag, the coffin arrived at the burial site in Managua's Cementerio Oriental. The woman got out of the car. She stood, dignified, near the hearse, the veins under the skin of her throat thick and throbbing. She was Laura Checa, Marcel's mother, just in from Miami, that bilingual haven welcoming those more at ease in its bland, air-conditioned comfort than in the politically over-heated tropics. Holding her hand tightly was Marcel's best high-school mate, Alonso Porras, by then an intense, bearded Sandinista militant just down from Nicaragua's northern mountains as a triumphant revolutionary. Next to him, a young, dusky Nicaraguan woman, dressed in green fatigues and wearing a white flower behind her ear, was sobbing profusely. She was Auxiliadora Cruz Castillo, Marcel's Sandinista girlfriend and, by all accounts, the last person who saw him alive. Some in the crowd continued to bark out defiant Sandinista chants and, solemnly, a handful of men lowered down the casket into a hole in the ground. Irate, they all bellowed Patria Libre o Morir!, the revolutionary cry calling for a free country or death that many youngsters had taken to heart. Auxiliadora was leaning on Joaquin, one of Marcel's new comrades, as he began to address the crowd, his words drowning with tears: "We will continue your work, Marcel. We won't cry for long, because you wouldn't want us to. We will follow your example." Auxiliadora swooned, fell to the ground and, at the same moment, just as unexpectedly, a short and stout man in an impeccable military uniform emerged out of nowhere. He looked older than the rest of the Sandinistas there. Imperiously, Tomas Borge, a legendary revolutionary leader and Nicaragua's new Interior Minister, asked for Marcel's mother to be brought next to him. Stabbing one finger upward, the expression of his face hidden under his green cap, he began his eulogy. "Despite his ancestry, he was like a white flower in the dirty hay," Borge declared, in an allusion to Marcel's family origins that nobody failed to pick up. "He chose to live next to the poor when he could have had everything. Eternal Glory to Marcel!". Borge, the best orator the Sandinistas had, paused for a minute or two; then called out Marcel's name three, four, five times; each time, the crowd responded Presente! in unison, building up the rhythm, raising their clenched fists up towards the sky. ***** The night before, at Marcel's wake, Borge spoke to the press who were asking if any member of Marcel's immediate family would be allowed into Nicaragua to attend the funeral. They were testing Borge. "Marcel had a large family, he had many brothers. Every Sandinista in Nicaragua was his brother," Borge answered, and paused briefly. Pointing at me, Borge then told the press I was Marcel's "hermana de padre y madre" (Marcel's real sister). "Talk to her. Find out what she thinks," Borge said. Naturally, his suggestion, which was actually an order, was welcomed by all reporters. They soon trapped me, their tape recorders so close to my lips I feared I might swallow them if I made the mistake of breathing in too heavily. As they bombarded me with questions, Borge stood nearby: "Was I a Sandinista like my brother had been? Did I know or suspected who had killed Marcel? Was I grateful to Borge? Was I coming to stay?" Being a reporter myself, I knew only too well all about a journalist's zeal, the sense of urgency and the lack of tact. So I began to answer them as best I could: "You want to know if I am a Sandinista, like Marcel? I don't know. All I know is that I stand by the ideals he believed in. No, I don't know who killed him. Do you? I just wish he wasn't dead. And yes, I am grateful to Borge for all he has done. No, I haven't come to stay. I have a job to go back to in New York." What I didn't tell them was that I suspected Borge didn't know Marcel all that well, that I felt he had gone to Marcel's funeral for political, not personal, reasons, even if he looked sad and gloomy, as if one of his own children had died. I also didn't tell them that I was proud as a sentry to see that Marcel was being mourned as a "military hero" with four Sandinista militiamen standing, their eyes hardly blinking, at each side of his coffin; proud that at least one of us had had the guts to rebel, proud to be Marcel's sister. I didn't say I also resented both his death and my pride. I didn't say that, without Marcel, I was going to have a hard time finding out who I really was--a Sandinista perhaps, a Nicaraguan, for that matter? Who was going to convince me that, now that the Somozas were gone, Nicaragua could become a nation I might adopt as my own? Who was going to be my guide in the new Nicaragua? ***** “There will be no funeral without the mother,” Borge sentenced. “Where is the mother?”, the press asked. “Where is she?”, Borge asked. Blank faces stared at each other, looking for an answer, looking for Marcel's mother. Laura Checa was far away from Managua, in her Miami apartment. She had just been told about her younger son's murder. She was alone. Her husband Noel was in Spain at the time and had decided to mourn Marcel right there. Her passport had expired, she had no visa and very little money. Laura's friends in Miami, all ferocious anti-Sandinistas, had told her traveling to Nicaragua would be suicidal. "Don't you see the danger you would be exposed to? Please don't go. Stay here with us, where it's safe," they begged. One of them had turned to me: "she is, after all, still married to your father, and everybody knows about his relationship to Tachito Somoza!" A chain-smoker, Laura sat in silence, her lap sprinkled with cigarette ashes, staring into nowhere, sipping a glass of warm beer with a shaky, sweaty hand. She knew only too well about her husband's ties to the Somozas, and she had suspected they would also trap Marcel. "I fear for him. Maybe I am being hysterical, but sometimes I dream someone is trying to murder Marcel," she had confessed a few weeks before over the telephone. Marcel used to make fun of her worries, telling her that in the event of his demise, he had named Desirée, our youngest sister, as the beneficiary of the "new life insurance policy the Sandinistas set up for potential victims of the revenge of Somocismo." Perhaps Laura Checa had been right to worry so much. Making a huge effort, she looked up, her eyes begging me to make a decision for her. Lacking the energy for a well-thought out opinion, I honestly didn't know what was best to do. In dad's absence, neither did she. For almost three decades, since Noel Pallis married her and took her from Peru, her native country, to Nicaragua, he had made most, if not all, of the important decisions for her. But the couple were no longer close and she could no longer count on him. Though I thought she ought to come with me, I was uneasy about exposing her to a potentially unpleasant situation. I had no idea how she would be welcomed by the Sandinista authorities. So, less than an hour before boarding the plane to Managua from Miami, I telephoned a friend of Rev. Miguel D'Escoto, Nicaragua's new Foreign Minister. The night before, I had asked her to call him from New York and find out how he felt about mother's arrival in revolutionary Managua. Father D'Escoto family had been a friend of my family, and knew my parents well. I figured he would know best. But he could not guarantee that mother would be safe in Managua. "He said his government will only vouch for your safety, so why don't you go alone?," my friend suggested. And so I flew to Managua on October 5, 1979. Obviously, this was all just a dream. As I was then toying with the idea of abandoning journalism altogether to become an actress, I preferred to imagine that this was just a tragic, wonderfully real, play in which I had one of the lead roles. It just couldn't be true. Once inside the airplane to Nicaragua, I felt slightly numb, somehow removed from it all. I was hardly aware that the Aeronica flight was full, that I couldn't get a window seat because I checked in very late. Before the Sandinistas took power, the daily Miami-Managua flight connection was usually half-empty, and I never had a problem finding whatever seat I wanted. Vaguely, I remember hearing people laughing, chanting slogans that praised Sandino and condemned the Somozas. Everything and everyone smelt of happiness. A contagious aroma, I thought. As the plane approached what I recognized as familiar territory, even from high above, a Nicaraguan lady I didn't know began to speak to me. Looking radiant, she told me how "thrilled" she was to be flying back to "my beautiful little country," finally "liberated, free from the greedy Somozas." Her two sons had "bravely fought" with the Sandinistas and would be at the "Cesar Augusto Sandino International Airport" waiting for her, she said with an untroubled, confident voice. Without hesitating, mechanically as it were, I proceeded to tell her, as if this was a clear issue, what I was about to do in that "beautiful little country" of hers that had once been mine. "I am going to my brother's funeral. He was found shot to death somewhere near Managua's Catholic University yesterday morning," I said, my voice sounding calm and resolute, proud of itself. Her self-possession had somehow induced a corresponding state in myself. She stared at me in bewilderment for a minute, and then asked me: "What was his name?" I told her: Marcel Pallais Checa, and stared back at her. "Oh, so you are a Pallais... How incredible, how sad... I am so sorry, but you should be proud of your brother, he is a hero of our revolution," the lady said. We were about to land. The sun was setting. Even if I hadn't been there in over four years, I knew it was Nicaragua alright. I recognized the unmistakable shades of its volcanoes reflected on the lakes and up in the sky. From then on, all I remember tasted of contradictions. Never before had I smelt the scent of victory and defeat in one single breath. ***** "Where is the mother? Where is she?," he repeated. Still no answer. Tomas Borge's arrival had provoked a familiar kind of commotion. When he walked into the makeshift funeral parlor at Telcor, where Marcel's wake took place, I recognized the legendary Sandinista leader I had only seen in newspaper pictures until that day. But even before I realized it was Tomas Borge, looking mysterious and dressed in military uniform, I knew someone important had made an entrance. The caudillo, the Latin American strongman, whether he be from the right or from the left, rarely enters a room without creating an uproar. His bodyguards, a human barricade around him, looked as if their job was to protect god from the devil. People around and behind me were murmuring and prattling a bit louder. I couldn't help being reminded of the similar effect Tachito Somoza used to have on people when he entered a room. Borge was getting impatient. "Where is the mother?," he asked one more time, the last, squinting behind his thick glasses. It sounded like an echo but I couldn't really hear it. By then, I was standing right next to Marcel's coffin and fighting a pain that blocks all sounds, tastes and sights. I was having a private battle with myself, furiously trying to deny the reality of my brother's death. And my anger began to grow madly like wild grass deep inside me, building roots in my hair, in my eyes, under my skin. It was suffocating. Someone pulled my shirt from behind, trying to get my attention, to make me react. Nobody but me could answer that question, and I had lost all diction. Disappointed in my silence, Borge asked another question: "Where is the compañera?" "Right here, comandante," an attractive brunette, Auxiliadora, stepped forward, holding a white rose. I was dumbstruck. I had no idea that, in only a few months, Marcel could honestly fall in love with a Sandinista woman and betray his all-American fiancée, whom we, his family, believed Marcel would marry sometime in December of that year. That shook me out of my trance. Ignoring Auxiliadora, whose presence I bitterly resented, I explained to Borge why "the mother" had stayed behind. Borge got visibly upset. How absurd, only I can say if she would be welcomed here or not, he was saying with his eyes. "I personally guarantee that she will be safe," he declared, adding that Laura Checa, the mother of a Sandinista martyr, could travel to Nicaragua with an expired passport or with no passport at all. "We will all wait for her arrival," he thundered. He then ordered that one of his bodyguards call "la señora Checa," tell her to take the next available plane to Managua and assure her that Borge had guaranteed her safety. After gently patting Auxiliadora on the shoulder, Borge advanced close the coffin, right next to me, took a quick look at it and turned on his heels, followed by his men and everyone's curious gaze. From a room full of rifles and machine-guns, next to Marcel's office at Telcor, I called my mother in Miami. One of Borge's men had already called her, she told me. "Have you seen Marcel?," she asked flatly. The way she phrased that, for a minute I thought he was still alive. "Yes, I have, and he looks beautiful, just like we remember him." I wasn't lying. A day later, Laura Checa arrived armed with an expired diplomatic passport, no entry visa to Nicaragua and only a one-way ticket Miami-Managua. Ignoring the details of how her son had been murdered, she imagined the worst. Like me, she was amazed to see Marcel's peaceful corpse, astonishingly intact, looking just like the healthy, well-built young man he had always been. Absent were the ugly bruises and the scars she had expected. Death wasn't able to distort the handsome features life had drawn over his face. His hands, bigger than most, had been neatly placed one on top of the other, as if gently accepting the end of all "raging fists," as he wrote in a poem. His huge questioning eyes were closed; some stranger had sealed them with care. Around his rather puffy eyelids, shut as they were under the stern, bushy line of his eyebrows drawn together by a slight, if frozen frown, was a smeary shade of hazel, a reminder of the color of his eyes. His lips, the thickset flesh of his inviting, sensual mouth, were dry, not the slightest quiver on them. His smile, never broad, mostly sad, was gone. His wavy, chestnut-colored hair over his smooth, square forehead, was still shining. His nails, never exactly mani-cured, were clean. The green fatigue uniform and the beard on his well-shaped, round chin, were new to us. He looked intact, and we couldn't help wondering if perhaps he was still alive, despite that eerie stillness around him. It was as if life and death were both reflected in Marcel's corpse. He looked dramatic, engaging, and his innocent tenacity was still visible, vaguely lingering around his coffin. Conspicuously absent, however, was his concentrated expression, the trademark of his youth. In an impulse, I touched Marcel's face. It was cold as ice. Shut, firmly coated with death, were his pores. He had been shot in the neck. Just one fatal shot, on the right side of his neck, the medical examiner's report read. Sure enough, there it was, a small, swollen, black and blue spot, covered but not hidden by the beard, the longish hair, under a touch of make-up. I looked at it, stared at that wound, where a bullet had entered his skin, perforated his throat and put an end to his life. That did it. All doubts were dispelled. I realized he was totally, irreversibly dead. Neither the pomp and circumstance around his coffin nor the Sandinistas' victory over the Somoza family dictatorship would make him open his eyes again to read his books, search for answers and stare ahead with the inquisitive gaze of his painstaking turn of mind, beyond the rhetoric and the dogmas. My brother Marcel, who told me that Nicaragua didn't have room for heroes and that it desperate-ly needed doers, was being mourned as a martyr of a revolu-tion he had desperately wanted to witness, but one which never quite became a reality for him. A poet with an urge in his blood, Marcel died too soon to witness his dream come true --to live in a Nicaragua without "the fire that rages in the families" and without "the injustice that burns," as he wrote in another poem, for Marcel was fond of writing poetry, and in most of his stanzas, his obsession with lamenting his country's fate was evident: "Nicaragua, the favorite daughter of crime, the nocturnal lament of the earth, its bitter salt. Nicaragua, poison is the marrow of your bones. Beware of her raging fists, her dignity is blind." ***** This Managua wasn't the noisy, dirty, hot, lively city of my school days. This was, at best, a wasteland. The night after Marcel's funeral, as we drove along the northern highway crossing the industrial zone of Managua, I noticed that the area was lined by ruins of dozens of factories that had once employed around 40,000 Nicaraguans. Some had been set afire after being looted during the civil war either by mobs of by Somoza's guards. Most had been hit by rockets and bombs. Demolition work in the 600 blocks making up yesterday's downtown, commercial section, which had begun shortly after the earthquake, hadn't been completed by then. Managua had been home to about a million Nicaraguans. The earthquake had left 250,000 of them homeless. That October evening, only days after Marcel was killed, grass was four, maybe five, feet high where I remembered homes, offices and schools had once stood. The rubble of a concrete building along the shore of Lake Managua, where I went to high school, was covered with dry weeds. Just a couple of blocks away, in an area once festive with street vendors and noisy traffic, the outside structure of Managua's twin-towered Cathedral was still there, if now empty of mass sounds, its clock still standing at 12:25 --the time of the 1972 earthquake. In its dark and musty interior, deaf to the uncanny world surrounding them, a group of children were playing baseball. Spread over the cathedral's surface was an enormous banner of Cesar Augusto Sandino, the rebel whose memory had inspired Nicaraguans to fight against the long-overdue Somoza family dictatorship. Alone in Managua's dilapidated downtown area, the splendid Ruben Dario Theater, remained majestic and isolated, untouched by it all. Life had settled into a tense normalcy after the long weeks of a civil war that had left more than 10,000 people dead. The white flags fluttering over homes and cars, demanding a truce, had been replaced by the red and black colors of the victorious Sandinista flags. The streets of Managua, deceptively calm, a maze of crumbling walls, provided safe refuge to those skirmishers still roaming around. Like vampires, former National Guardsmen faithful to the Somozas and angry ultra-leftist agitators would come out, blending their contradictions into the night, stir up people's fear again and hide at dawn. The evening before Marcel's murder, at least 20 Sandinista militiamen had died in a shoot-out with "unidentified assailants," the papers said. In order to prevent similar incidents after the wave of violence that followed the overthrow of the Somoza dictatorship, the Sandinista junta ordered that an urban security program be installed in Managua. Military spot-checks along the city's main roads were an important part of this program. It was mandatory for all Sandinista militants to carry a gun at all times. The night of October 3, 1979, Marcel went out on a date with Auxiliadora. When he stopped to get gas, he realized he had left his gun behind. The war was over, there was no need to exaggerate, he thought, paying no heed to the warnings of his superiors. The young, idealist that he was, he believed deeply in his own survival. Confident that nothing would happen to him on the one and only time he hadn't carried a weapon since la victoria, Marcel drove on. The next day, he was found dead in a muddy street. A .38 caliber pistol, aimed at close range, had perforated his throat and he had died instantly. His killers were "counter-revolutionaries" who knew Marcel had "important information" against them, the papers said. Wire reports indicated his assassins were "gunmen loyal to Somoza, the uncle he had fought." For weeks, rumors surrounding the circumstances of Marcel's death abounded, both in Nicaragua and abroad, especially in Miami, where most Nicaraguans faithful to Somoza had fled after his downfall. ***** Eleven months later, there was another funeral. This time it was in Miami. The man buried was Tachito Somoza Debayle, Nicaragua's last Somoza caudillo and the powerful relative Marcel had helped overthrow. It was hot and humid that morning of September 20, 1980, over a year after the Sandinista-led revolutionary junta had replaced Tachito and his family as the rulers of Nicaragua. Three days earlier, on the 34th anniversary of his father's death, Tachito had been brutally assassinated, after a single bazooka shot smashed through the top of his white, shiny Mercedes-Benz car in the Paraguayan capital, Asuncion, where he had fled with his mistress Dinorah Sampson. A little overzealous in their task, the killers had also fired eighteen bullets into Tachito's body so that, by the time the rocket struck the car, he was already dead. Days later, when Tomas Borge was asked who might have killed him, he quoted the Spanish Renaissance poet Lope de Vega: "Everyone killed him." Indeed, there was no shortage of people with motives to assassinate Tachito. As far as the Paraguayan government was concerned, the Sandinistas in far-off Nicaragua had ordered the killing, which was carried out by a team of Argentine gunmen. But a crime passionnel could not be ruled out altogether. After all, Tachito's licentious ways and his drunken scenes in Asuncion's prudish society always made him a target for jealous lovers. For all this, and despite a well-publicized affair with a former Miss Paraguay, Dinorah, a telephone receptionist at a Managua radio station before Tachito discovered her, remained his long-time companion. "Adorable Tacho, only death can separate us. Your love, Dinita" read a note from Dinorah on a wreath of red flowers over his coffin. Dinorah's relationship with Tachito lasted eighteen years. During the first few years, the couple kept a low profile. But, as his quota of power in Nicaragua increased, so did his indiscretion and he grew unconcerned at being seen, arm in arm with Dinorah in public. During the decade before he was overthrown, he had no qualms about humiliating Hope Portocarrero Debayle, his Florida-born wife, publicly adopting the sexy, voluptuous Dinorah as his official mistress. In retrospect, Hope was glad to have kept her U.S. citizenship, even if it had meant she could not vote for Tachito. But her vote was soon replaced by Dinorah's. Once, during his presidential campaign in the late 60's, Hope recognized Dinorah, beaming in the front row, flanked by her husband's obedient bureaucrats and loyal bodyguards. Nobody, not even the father of her children, her "benevolent dictator with gypsy ideas," had the right to humiliate Hope that way. Those few among Hope's loyal friends who stood by her at first, refusing to be seen with Dinorah or to invite her to their house, were finally forced to make a choice. It was either Dinorah and Tachito or no Tachito at all. Invitations for Dinorah, who was soon proclaimed "The First Lady of the Poor," began to pour in. Perhaps she lacked the polish and education the official first lady had galore, but she was cunning and her keen sense of commercial enterprise rivaled that of the Somozas themselves. Dinorah's facial bone structure was similar to Hope's, but the resemblance ended there. Hope was long and thin, while Dinorah was voluptuous and well-endowed. I remember hearing rumors that she was more in love with herself, and especially with her body, than she was with Tachito. "She had a narcissistic admiration for her breasts, which she frequently showed in public, driven by an obsession to overshadow those rather meager ones of Hope, her rival," a Nicaraguan writer said in a book, entitled "From Mrs. Hanna to Dinorah." Tired of clandestine love-making, Tachito ordered that a mansion be built for her that outstripped his own in size and splendor. Overlooking Managua's southern highway on a lush green hillside, its deceptive gray exterior hid a large swimming pool as well all modern facilities most wealthy Nicaraguan families didn't have. A high wall surrounding the well-guarded villa was watched over by a closed-circuit television, a convenient gadget Tachito never installed in either of his two homes. Dinorah, a bright student, learnt that political patronage and favoritism were the lubricants that turned every wheel in Tachito's autocratic regime. So, she began to build up a network of businesses and partners, dispensing favors like the godfather of a mafia gang who expected the favor to be returned. As Dinorah's influence over Tachito grew, so did her power. In the end, anyone seeking help from Tachito found it more expedient to seek Dinorah first and soon, she became the most powerful person in Nicaragua. Hope, who began to spend less and less time in Nicaragua, grew to despise Tachito for it all, though she pretended to ignore the affair by moving permanently to London, a city more suited to her frosty nature. And though Hope never made a big fuss about it --that wasn't her style--, she never forgave Tachito, the handsome first cousin whom she decided, at age six, was "the man for me." Even if she was still full of scorn by the time the coffin arrived in Miami from Asuncion, the sight of Tachito's reconstructed corpse pierced the shield she had placed over her wounded dignity. Upon a first inspection, Hope lost her cool, if only for a few short moments. The corpse of her estranged husband was swollen in the wrong parts and had too many gaps under the suit. The face had too much make-up. It was overdressed. As she reached over to touch it, she failed to feel the puttylike chill of the flesh. She stared at it and she didn't see the marbleized yellow look of the recently dead. This couldn't be a real corpse. Her teeth began to chatter and she choked back a scream. Shocked, she realized this was nothing but a tacky, man-made replica of the man Tachito had been. It was just a dummy --a vulgar, second-rate dummy stuffed with Paraguayan cotton that would not have made it past the back door at Madame Tousseau's Wax Museum in London. The real man, her "General," as she was fond of calling him sarcastically, was butchered into bits, his mangled body entangled with the car wreckage after the blast. Her hands sinking into the cotton beneath the fabric, Hope burst into a flood of tears. Almost as abruptly, aware that she was making a scene, she steadied herself and regained her composure. Withdrawing into her role as the "first lady" in control, she began to give orders. "Change him immediately. Find a more elegant, sober, darker suit. Don't forget the tie. Find a cotton shirt to match. Clean off his face," she growled. "And don't forget to take off that awful crucifix," she added curtly, pointing to the large wooden rosary beads Dinorah had placed over her dead lover's chest back in Asuncion. In less than an hour, Tachito's dummy, dressed according to her taste, was under Hope's cold, almost professional scrutiny. "Much better," she said with a sharp nod of approval, placing a small silver cross around the neck. "Now we can take him to the funeral parlor," she sentenced, walking imperiously towards her car. True to form, Hope was keeping her innermost feelings tightly out of reach before venturing into the outside world. ***** By the time I arrived at the smoggy funeral parlor that evening, Hope looked impeccable, and was thoroughly in control, coldly wiping off my tears as I reached over to kiss her, to prevent make-up stains in her dress. "Darling! Isn't this a terrible tragedy? Look what happened to your uncle!," she told me. But Hope wasn't really addressing me. She was merely performing the role assigned to her at this family gathering where Tachito was dutifully mourned in a ceremony more appropriate to a mafia leader than a head of state. El Caballero, a narrow, steamy and over-lit funeral home with its ornate flower arrangements and their inevitable slogans --"To Our Only Leader," or "With Eternal Loyalty, to our only Chief"-- wasn't Hope's ideal setting for Tachito's coffin. The place was not as noisy as a market but just as full of darting bodies zooming, like flies, mainly around Hope and her children. Surely Hope would have preferred a simpler, more elegant funeral service. But fate had trapped her in this tawdry scene over which she had little control. She was caged in by Cuban exiles, veterans of the Bay of Pigs 2506 Brigade, who had turned up in military uniform to form an honor guard at El Caballero funeral parlor. To Hope's dismay and for all her polite sighs of indignation, politics were engrained in the most minute exchange, turning the funeral into a pro-Reagan rally, with Nicaraguan and Cuban exiles shouting "Down with Carter." After all, only a few hours before Tachito was murdered, television news programs and newspapers all over the world were quoting him saying that Carter was a "bastard" who had betrayed Nicaragua by giving aid and support to the Sandinistas who overthrew him. The funeral procession, a 12-car caravan led by the hearse, made its way through Miami's Little Havana along the Calle Ocho, best known for its Cuban restaurants and Spanish-speaking prowlers. The display of support could hardly be compared to the tumultuous reception that greeted the Sandinista revolutionaries when they led a victorious reception into Managua the year before. But the atmosphere was just as steamy. An unbearable heat took its toll on the air-conditioned cars, and some stalled. Passengers joined the boisterous crowd and, like a human tornado gathering momentum, were shouting "On foot! On foot!" Fearing a riot, private security men under strict instructions to control the Latin tempers boiling along the sidewalk, took out their walkie-talkies and positioned themselves alongside each car. But these earnest-looking bodyguards seemed incapable of protecting anyone, except perhaps the odd stray dog. I couldn't stand being trapped in the car and pretend to ignore the commotion going on outside. Five minutes into the procession, I decided to join those "on foot." No sooner had I began to walk when I found myself irresistibly drawn to center-stage, and, after quite a bit of shoving and a lot of pushing, I was walking right behind the hearse and next to Tacho III, "el chigüín" (the little boy), the eldest of Tachito's children. A handful of bodyguards surrounded me, apparently in an attempt to keep me from being dashed back to my starting point. "She is a family member," I overheard one telling the others. Promptly, a handful of them encircled me all the way to the cemetery. One of them, whose suspicious gaze never left me, kept staring in the direction of my feet. I looked down, wondering what had drawn his attention. My black silk stockings were torn, one of my shoe heels was loose and my feet were dirty, swollen and bloody. "He is our last hope," and "You are our leader now, chigüín," one woman screamed from the depths of her lungs. She was addressing Tacho III, who had idolized his father and had been groomed to succeed him. Apparently ignoring the bustle around him, the tall and bulky young man already fighting a receding hairline, walked right behind the hearse, eyes gazing down and arms crossed in front, feeling the backs of his knees batting against his trousers. I had heard many awful things about Tacho III, the soft, timid boy of my childhood memories who grew up into an unimpressive adolescent. To cover up his insecurity, he was always a trifle arrogant and vain. Later, he went further and became "ruthless and tough" with the troops at his command during Nicaragua's civil war, according to news reports I had read. He also acquired his father's business talents, setting up companies with interest in fishing, tobacco, timber and heavy-vehicle distribution. None of that surprised me. But I had difficulty seeing him as the immoral and cruel despot portrayed in most newspaper articles. He was too weak for that, I thought. Or was he? I noticed that his smile had become a calculated grin. He had also gained twenty pounds and looked incredibly like his father. "Adios, Tachito," a woman shouted, shortly before arriving at the Woodlawn Cemetery. He looked up. Some people also called him Tachito, a nickname for Anastasio. And then he looked down, apparently lost in thought. "Dear cousin! You... Here!," Tacho III said in a sarcastic, patronizing tone of voice when he spotted me the night before, at his father's wake. Cousin and all, it was no secret that I had turned my back on the Somozas' octopus-like power structure. He also knew, I was sure, that Marcel, a Sandinista militant, was now a Sandinista martyr. Surely, I hoped, Tacho III, who liked to think of himself as a sort of pundit, knew better than to make any of that an issue at that moment. "Do you realize what we are going through?," he asked as we hugged. "We?" I felt inane and the painful memory of my brother's death grew stronger. Whatin the world was I doing there anyway? I remembered that actions are sometimes questions, not answers. Was I seeking a past that no longer existed? There was one thing I found out for sure: I had taken a plunge into the emotional seesaw of Tachito's Nicaragua and, while everybody had a role to play at El Caballero, I hadn't a clue what mine was. My presence was similar to that of a stranger on board a sinking ship who ignores the hands forward, and, if the truth must be told, I was a stranger to myself as well. "We?" It was like a violent time warp, to be there, out of my choosing, paying tribute to a man I had nothing but disdain for and joining a family I no longer identified with. And my hands were betraying me. They were clammy. It was getting unbearably hot in El Caballero. I needed some fresh air. But Tacho III had other plans for me. Gently touching my elbow, the way gentlemen do when they escort a lady to a ball, he said solemnly: "Please come with me." He spoke softly, but it sounded like an order. We advanced close to his father's casket. We were alone, the melting pot of people behind our backs. He began to speak, again softly but breathing a little hastily between his words. For a second, I could have sworn he was getting ready to pray. Far from it. "I haven't had a chance to break down. My father and I hadn't been on very good terms lately. He asked me to visit him in Paraguay, but I refused. A few weeks before he was killed, I finally went to see him. I am so glad I did, otherwise I would have never seen him again. And he was in pretty good shape, considering everything he was going through. As soon as he saw me, he run to greet me, and hugged me like he very seldom did, crying like a baby and saying `My son, I love you.' It broke my heart," and he stopped, gasping for air. Making sure that he had my attention when, in fact, if only for a few seconds, he had also succeeded in winning my sympathy, he went on. "You know, my father wasn't really all that strong. He wanted the world to believe he was, but he was basically a soft, sensitive man who was thrust into a role." That was a bit much, I thought. Of all his children, Tacho III was the one who had enjoyed, even thrived, on that "role" the most. He was also the one who knew his father the best. I was reminded of his cryptic comment to a journalist two years before Tachito was overthrown: "I can honestly tell you that I was born into a family that has political prestige, political pull and power, but I've also seen the ravages that it does to a family as human beings." It had turned his father into a despot who preferred to bomb his own people rather than yield power. And Tacho III had helped his father along. "Can you see that (the killers) didn't destroy his body at all?," he said, with apparent conviction. No, I couldn't. All I could see was a clumsy, Paraguayan-made dummy who vaguely resembled Tachito. His son's maudlin monologue, I realized, was only half-honest. Since Tacho III had seldom experienced life outside of the boundaries of his "family duty," his growth had been stunted for good, I thought. His words were far from being an intimate sharing of his real feelings. Maybe he was eagerly expecting to be interviewed. It occurred to me that he had found a role for me at that funeral ceremony --that of the estranged journalist in the family. The pushing and the shouting had subsided when the crowd began to queue up, ready to pay homage at Tachito's grave. Compared to mausoleums where other Latin dictators were buried, this was surprisingly inconspicuous. For all his enormous power and his even more considerable wealth, Tachito liked to think of himself as a man of simple taste and, I concluded therefore, had ordered that his place of burial be a simple one. Next to it, a tent providing shade had been set up for the immediate family to rest. Hope glanced at the podium, frowning discreetly in anticipation of the verbose eulogies inevitably awaiting her. She had asked Orlando Montenegro, the last Somoza mayor of Managua, and Manolo Reboso, a former city commissioner of Miami, to stay away from politics in their eulogies. An impossible request in a funeral ceremony where Reagan supporters had distributed anti-Carter leaflets, she soon realized. "In this afternoon of pain and anguish and tears of the Nicaraguan and Cuban exiles, I will quote the words of two American congressmen in relation to Somoza's death. They said dramatically that the blood shed by Somoza is sprinkling the steps of the White House," Montenegro barked, nodding to former Republican Congressman John Murphy of New York and Larry McDonald, a Democrat from Georgia. Appalled by the political overtones of Montenegro's address, Hope slipped away in a black limousine parked nearby. Throughout the years I had kept more or less in touch with Hope. I had always admired her style and her grace; there was something regal about her cold veneer that I was attracted to. In a world of heated tropical tempers, I had found Hope's aloofness rather refreshing, a fascinating foil to Tachito's loud ways. Even if she was too coy and formal sometimes. "Young women of your class and family background should stay away from politics," she had once told me, in English, after seeing my picture in the front page of the local opposition paper, holding a controversial poster that condemned Tachito's government pro-U.S. policy. Back in 1969, during Nelson Rockefeller's visit to Nicaragua, a savvy photographer of La Prensa had spotted me at a student's meeting in Managua's Universidad Centroamericana and seized the opportunity to produce the photo as evidence that not every member of the Somoza family was necessarily a Somocista. "One doesn't find people in life who care the way one's own family does!," Hope told me, lighting a cigarette and offering me another --all of which she did in that unique, poised style of hers I admired so much. We talked for hours, about loyalty, about family, about tradition. And I discovered that, in her own distant way, she really cared about all those things. "Stay away from politics. Don't let anyone involve you in anything political," she warned me. But both she and I, whether we knew it or not, were already "involved" in politics. We didn't discuss the issue any further and our bond remained unbroken for years afterwards. So, despite that part of me which secretly held Tachito responsible for my brother's murder, I arrived at El Caballero funeral parlor where he was being mourned driven by an overwhelming desire to be next to Hope and her children, especially Carolina, with whom I had grown up. That night, Carolina looked drugged, drowning out her words into long, agonizing whispers, stuttering and unintelligible. When I approached her, she barely saw me and merely smiled mechanically. At first, I wanted to hug her and cry with her, but soon I realized that was impossible. Even if we had once been as close as sisters, politics, tooth and claw, had built a wall separating us forever. Yet, I felt this strange connection, this sort of atavistic link with Hope, Carolina and her siblings. Like them, I had once been a member of the quasi-feudal clan that had ruled over Nicaragua for almost half a century. Even if I had, for decades, openly rejected the nepotism and the corruption rampant in Somoza's Nicaragua, Tachito had once been one of my favorite uncles, long before I found out that families don't usually inherit countries. Open-mouthed, I stared at the spectacle around me. The words of a popular cliché that had been often repeated to me as a child went through my head: "blood is thicker than water." Tuneless and unconvincing, these lines from the past disintegrated into meaninglessness at the ghastly El Caballero. This was, clearly, the final denouement of the long Somoza odyssey, the end of an extended family episode. The mourners, a nondescript bunch solicitously grouping about the five Somoza children and their mother, were grieving an irreversible loss of power rather more than someone's death. But there was one exception. Tachito's mother, Salvadora (Yoya) Debayle de Somoza, who had once predicted Tachito would be murdered like her husband had been. If Hope was Nicaragua's version of Jackie Kennedy, then Salvadora, my grandmother's eldest sister, was the Somoza family's Rose Kennedy. Her domineering streak and strength of character was far closer to Rose Kennedy's than Hope's wardrobe was to Jackie's. Besides, had it not been for her, the Somoza family would have never made it into Nicaragua's ruling elite. Salvadora, the eldest daughter of that country's top surgeon, Luis Henri Debayle (whose French origins and European "aristocratic" education as well as his close friendship with Louis and Marie Pasteur, won him a rank held by none in Nicaragua), met Anastasio Somoza Garcia on a blind date while she was student in Beechwood School (now Beaver College) in Jenkintown, Pa. A few years later, and much to her father's dismay, they were married in Nicaragua. By the late 20's, Salvadora's husband was on the road to becoming Nicaragua's undisputed strongman. A decade earlier, he was named chief of its 5,000-men National Guard, ruling through a stooge President, 76-year-old Victor Ramon y Reyes, who happened to be his uncle. With his loyal wife at his side, Somoza Garcia remained Nicaragua's despotic leader until 1956, when Rigoberto Lopez Perez, a young Nicaraguan doctor, murdered him at a dance. For decades after he died, Salvadora became the living symbol of her husband's dynasty. But she knew all dynasties come to an end. Dressed in the usual mourning black she liked so much to wear, her small dark eyes filmed over and her skin cracked, the 88-year-old matron arrived from Washington, where she lived, long after midnight. Shaking all over, her voluminous haunches swinging from side to side, Yoya was having a hard time entering the funeral room. She finally made it to her son's casket with the help of her grandchildren. "She is really senile, poor old lady, and probably doesn't even know whose wake she is attending," someone whispered. She let go of her grandchild's hand and made a futile effort to reach her son's lifeless mask in the coffin. More than any other, that gesture symbolized the waning of the Somoza family dynasty. Muttering incoherently at first, we finally made her words out: "What happened? What did he do? Where did it happen?" As she leaned over her son's coffin, Hope addressed Yoya, her mother-in-law, who was also her aunt. "It's alright, Mama Yoya. He didn't suffer. He had a peaceful death. He's gone but he was a good man and we should pray for him," she said calmly, appealing to the old woman's religious instincts. Salvadora might have been very old, perhaps even senile, but she knew her son better than that. She knew. She had warned him. Her tears were real tears, a mother's tears, a cry of unadulterated pain. Her arrival, at least for a moment, forced everyone to forget the roles they had been assigned or had chosen to perform. ***** For too many years, Noel Pallais Debayle, my father, had adopted more roles than he could play for Tachito. He had been his confidant, his private secretary, his personal banker and he had finally exhausted his capacity for role-playing. Noel Pallais had no more loyalty for the Somozas and had accumulated too much pain. Happily, he was living in Peru at the time of Tachito's death, but he argued that, even if he had been in Miami then, he wouldn't have gone to the funeral. "Why did you bother to be there at all?," he asked me later. His brother Luis, a key negotiator during the last months of Tachito's crumbling empire and the long-time editor of the family newspaper, felt differently. "I am glad you are here representing your parents," he told me shortly after I arrived in Miami from New York. The truth was that our close family ties with the Somozas had long waned by the time Tachito was killed. In 1974, father resigned from his post as director of a bank controlled by the Somozas, after he and Tachito quarreled over what father considered to be an unethical financial deal. Since then, the two cousins hadn't been on speaking terms. Less than a year later, upon their return from a three-month trip around the world, Tachito ordered that my parent's luggage be carefully inspected at customs. "We were treated like drug smugglers while Luis Pallais (father´s younger brother, then the director of Novedades, the family´s newspaper) was welcomed like a king," mother angrily remembered. Shortly after Marcel's death, Hope, his godmother, had sent Laura Checa a pithy note of condolence. "I am beyond suffering," the note said. She failed to mention how sorry she might have been. However distant my family had become from Tachito's by then, the curse of belonging to the Somoza clan was still with us. Because my father's name was irreparably linked to Tachito's, he was persona non-grata in Sandinista Nicaragua. Noel Pallais Debayle, who had served in Tachito's government for years, was one of a list of Somocista criminals facing jail sentences in Nicaragua for "illicit enrichment." Borge warned my mother about this. "You are welcome here, but I am sorry to say your husband isn't," he told her shortly after she arrived in Managua for Marcel's funeral. I believe Marcel would probably still be alive if he hadn't been so closely related to the Somozas. Few considered his death to be a happenstance, a street crime. From the outset, the Sandinistas linked it to "counter-revolutionaries" working for Tachito. But it wasn't as if Marcel had suddenly betrayed either Tachito or the Somozas. The young man's antipathy for the Somoza regime was never a secret, even before he began collaborating with the Sandinista guerrillas. For years prior to the dictator's fall, Marcel had made a point of avoiding Tachito, in fact. There was never, not even when we were children, a rapport between the two. My case was different. I remember Tachito's charm vividly. As a child, I had loved the company of my jolly, engaging uncle who taught me how to swim and how to fish. In many of my favorite childhood memories --memories buried by time and politics that had nonetheless accumulated in my unconscious, Tachito had the lead role. There were, for instance, those week-ends we used to spend at Montelimar, his seaside estate with its 25 miles of private beach and its isolated colonial mansion overlooking the Pacific. My clearest memory of that period is the day of a long fishing trip with Tachito during which we ran into a fishermen's old lobster-boat. The evening before, at dinner, Tachito and Hope had their usual dinner row over nothing in particular. She was always nagging him about his lack of manners, his vulgarity, his loudness. Her civilized, sophisticated way of pestering him exasperated and enraged him every time. "God damm it, Hope, when will you come to terms with the fact that you didn't marry an English lord!," he told her in English. They almost always spoke to each other in English when they were having a fight or a serious conversation. The two had been educated in the United States and were proud of it. Hope's English was faultless and her nasal accent, typically American --she was, after all, an American citizen. Despite his recurrent grammatical mistakes, Tachito peppered his everyman's English with quaint colloquialisms from his West Point days. Once, when asked what model his black armored Cadillac Fleetwood was, he shot back: "How the hell should I know? I don't get my kicks by being the guy with the newest car in the block." But there were some things he had to say in Spanish, if only for the sake of logic. Responding to Hope's criticisms, he boasted, "I am and will always be, a Nicaraguan farmer, and I am proud to have a farmer's manners!" This time, Tachito spoke in Spanish. Kicking a chair behind him as he got up, he grabbed his chewed cigar and briefly exchanged a significant glance with us children. We were used to her distant coldness and his sudden flashes of violent temper. They usually came together. "She always does this to me, doesn't she?," he asked us, in an attempt to distract us and win us over. As he stormed out of the dining room, he promised to make the next day's fishing expedition a long one. "I'll take the girls with me. Young ladies bring me luck and make me feel good," he said, in another fruitless attempt to provoke his wife. As always, Hope remained haughty and remote, as if nothing had happened. Naturally, our hearts went out to him. Early the next morning, as we sailed off from Montelimar's harbor, Santa Claus himself would have blushed in the presence of generous, warm and funny "uncle Tacho," whose small eyes always seemed to be peering into infinity through his thick-rimmed glasses. A fishing trip with this tall, imposing man, who always got his way, promised to be a great success. "You'll see, we will leave just enough fish in the ocean for us to come back and find some more next time," he told us. We all laughed at his exaggeration, but, knowing him, we wondered if perhaps he really meant it. After all, one of his most endearing qualities was that he never failed to fulfill his promises, never lied to us children. By the time the sun hit the horizon, we had got badly sun burnt but not caught one fish. We had all tried our luck, including Tachito and the crew, to no avail. Spirits were low and, with the typically harsh judgment of inactive children, those of us who weren't asleep seriously began to question Tachito's magical touch. He was just a bully, we thought, nothing but a hoax. Suddenly, speaking to the captain from the main-deck, Tachito's commanding voice woke us from our lethargy. "Let's move close to that boat," he said, looking through his binoculars and pointing to a small boat barely visible in the distance. Soon, the fast, sleek presidential yacht was looming over the small, wooden vessel, concealing the dying sun behind its shiny brass and its splendid masts. The lobster-boat, stung by an enormous wave, bravely struggled to remain afloat. One of the fishermen was lifting a big, fat fish caught in a ragged net and dumping it with great ease on top of what looked like a wobbly mountain of fish still bouncing with life. However humble, the men were obviously professional. Sitting mightily on a high chair and holding a loudspeaker, Tachito went straight to the point. "Hey, muchachos, how about giving us poor ignorant amateurs a share of your catch?," he asked them. His request had the blunt authority of an order. Transfixed, they stared up. It was no apparition. There he was talking to them, El Jefe Supremo himself, the most powerful man in Nicaragua. They looked like Lilliputians next to Tachito's Gulliver. "Hope will blast me if we show up without anything to eat for dinner," he said, winking at us and roaring with laughter. Promptly, the fishermen proceeded to unload a bunch of lobster and plenty of fish --their catch and probably their monthly income. "We better not tell Hope how we caught these, she might send for some more!," he joked. We were all reminded of Hope's penny-pinching ways. As a sign of his gratitude, Tachito decided to cast anchor near the fishermen's village -- a squalid cluster of thatched-roof shacks, about 30 miles from Montelimar's mansion. It was the first time I had seen such poverty. Tachito, surrounded by a handful of bodyguards --the crew members-- and about five of us girls, was greeted like a king as he got off his yacht, stepping on shore with the triumphant step of a conquistador. In a matter of seconds, the whole community, which consisted of about half a dozen families, with eight, nine children each, rushed to his side. I don't remember them asking Tachito for anything. I only remember their pleading attitude, their begging look. Christmas had come to them, if only for a few fleeting seconds and with no presents. For as long as he remained on shore, he seemed to be paying attention to everyone at the same time. Immersed in a serious "man-to-man" chat one minute, smiling broadly the next, hugging a fat, toothless old lady, pointing out the beauty of her 16-year-old daughter, Tachito, like God, was omnipresent. He had a word for one, a gesture for another. A cuddle for a little boy. A manly word of advice for a teenager. That baby girl would grow up to be Miss Nicaragua, he told a toddler's mother, who was blushing because he had just told her she was a perfect example of a Nicaraguan "tropical beauty". So they lived in these shacks? Well, not for long, he told them, promising them he would make sure they got "better housing" in the very near future. They could count on him, he told them. "Don't worry, very soon you will all have decent homes, your children will be fed and a school will be built in the vicinity," he said, earnestly, as if he really meant it. And even if he what he said sounded like platitudes, that was much more than they had ever hoped for. They felt they had made a good deal, exchanging their catch for promises, however hollow. So, not quite bowing as he left them, they all glowed with hope, some even praised him profusely for his "generosity." That evening in Montelimar's opulent dining table, there was lobster and delicious fish for supper. "Obviously the girls should accompany you more often on your fishing escapades," Hope said wryly after finishing her meal. "He's never caught so many!," she exclaimed with some enthusiasm. Tachito chuckled, we giggled and I prefer to believe that she never found out about the loot. But Tachito was more than just a provider of fun and adventure for his children and the children of his relatives. He was also a kingly figure for all of Central America whose voice resounded well beyond Nicaragua. In the late 60's, his role was pivotal during a delicate, tricky period of direct diplomacy between the Central American heads of state themselves. In fact, years after the fishermen incident, I had a chance to see him, once again in Montelimar, this time exercising his political muscle. When Tachito was already famous as the "Godfather of Central America" I witnessed, admiringly, how he performed that role one evening over the phone. With one telephone in each hand, he cursed and cajoled the presidents of El Salvador and Honduras into stopping what became known as the "football war." He came close to making their foreign ministers obsolete. Appealing to the vanity of one and to the self-importance of the other, Tachito, a cunning manipulator, persuaded both presidents to come to an agreement. At stake was their border conflicts which had come to a boil at a football match between their two national teams. With one, who was his chum, he was friendly and informal. With the other, he was deferential and respectful. In the end, he proved to be an amazingly effective referee. If he wasn't able to provide a lasting solution that would satisfy the people of El Salvador and Honduras, at least he coaxed both heads of state into releasing a joint public statement to end the war. Almost a decade later, however, Tachito managed to bring about a civil war that had negative ripple effects in the entire Central American region. By 1978, his refusal to leave power was threatening to destroy the stability of the Central American common market. Costa Rica, for instance, withdrew from it in protest against the approval by the region's bank for economic integration of a $20 million loan to the Somoza regime. A year later, Tachito succeeded in uniting almost all sectors of Nicaragua against him and even inspired the strangest of bedfellows to join a provisional revolutionary government of national reconstruction. The Sandinista-led revolution in Nicaragua was no ordinary political movement pitting left against right, civilians against army men, poor against rich, but rather a national mutiny in which car mechanics made common cause with coffee growers. Marcel was just another of the many young men of his class who had joined the Sandinistas. But there was something unique about Marcel, something he had no control over. He was the only close relative of the Somozas who had become a Sandinista revolutionary. "It's all yours. All I want is a room and a job," Marcel told Omar Cabezas, a Sandinista comandante who met him shortly after the July 19, 1979 revolutionary victory, the day Cabezas and others occupied his house. "I was impressed with his humility. I didn't know he was our friend, let alone our collaborator. He told us the house was ours, just like that," Cabezas remembers. Later, Marcel moved into a room at an old friend's house and shortly afterwards, was named director of propaganda for Managua's communication workers at Telcor. "I have never been so happy in my life. This is a wonderful feeling," Marcel told me during our last telephone conversation. The revolution was giving birth to "a new, free Nicaragua," he went on. His enthusiasm was catching. He made me promise I would consider going to Nicaragua "for at least a year, to check it out," he suggested. Marcel, the intellectual, the bookworm, was finally participating, working, like the rest of his friends. These were times to act, not to brood. For too many years, he had been "a lucid observer," and, above all, a thinker, "a cuadro we were hoping to use later, when the war was over," a Sandinista friend told me recently. By the early 60's, the choices available to those of us who could read and write well enough to know about something about freedom and justice, Simon Bolivar's dreams, Hegel's philosophy, Marx's theories, the United States' Bill of Rights and the French Revolution, were few and clear. We could try to upset the system, hide in the mountains with the Sandinista rebels in order to train in guerrilla tactics, win the support of the peasantry to create an armed opposition; or take the safe route, work from "inside" the system, quietly giving information to the rebels, supplying them with food, refuge and money. Or we could simply join the Somozas and keep our mouths shut. This was an alternative that, at least for decades, guaranteed a survival many preferred. Or we could turn our backs to that small, undernourished and under populated Central American nation altogether. Some of us did. But, when the first signs of a guerrilla movement that might topple Tachito's government were evident, I assumed Marcel would join it. Most of his best friends were slowly vanishing from Managua's parties into Nicaragua's inhospitable northern mountains with the Sandinistas. And he was considered to be among the most radical of his peers. But he didn't vanish into the mountains. While most of his best friends were fighting alongside the Sandinistas against Tachito's National Guard, Marcel transformed his parents' home into his barracks, helping the wounded and feeding starving compañeros during the seven-week-long civil war. "We all knew that if we wanted food, we could go to Marcel's house. He was famous for giving meat away, apparently from a freezer his parents kept well-stocked," another Sandinista friend, whose house wasn't far from Marcel's, told me. His choice sometimes bothered him. "I am a little dissatisfied with myself, feel restless and pessimistic about becoming a political engineer in this world of military struggles," Marcel wrote. At the heart of his decision lied Marcel's inner contradictions. His life was a struggle between his ideology and his family roots. Above all, he was careful to maintain his close relationship with his father. "He was always loyal to him. He always tried to justify his relationship with Tachito, arguing that his father was trying to help Nicaragua the only way he could," a friend of Marcel's told me. In a letter to Gwen, his American girlfriend, at the beginning of Nicaragua's civil war, Marcel wrote: "It is not my time yet. I have learnt many things but now I want to get out of (Nicaragua) because my hands are tied and I need to go to graduate school, to study a technical career and build our future with modesty and hard work." Marcel's reference to his hands being "tied" was a poetic allusion to his loyalty towards his father. But also, Marcel hated guns, uniforms and violence. Even if he was given the honors of a military hero when he died, Marcel was "nobody's idea of a military hero," a friend of his once said. But the reality around him was full of all those things. And he knew that only too well. Violence was the only "national identity" Nicaraguans had after so many years of repression, he once wrote. "When you see a true Nicaraguan, you will see violence. Violence is their only root, one deeply engrained in them," Marcel wrote in a notebook he used to keep by his bed-side table. As for guns, he preferred to stay away from using them himself, but he helped others find them. "Marcel used to steal and hide lots of arms for us," a Sandinista friend of Marcel's told me years later. Because of his family contacts, Marcel had access to various arsenals of Somocista weapons. His task was to steal them one by one and keep the loot in an underground tunnel in his house. It was a routine but delicate operation that had to be strictly compartmentalized. Only one companero in the Sandinista "proletarian tendency" had to be contacted. Only with him would Marcel make the arrangements to deliver the weapons. All of these precautions were taken because it wasn't until shortly before the fall of Tachito that the Sandinista revolutionaries joined forces. Since the early 60's, they were wracked by internal divisions and later, they divided into three "tendencies" with different tactical objectives. Back in the mid-70's, Marcel joined the "proletarian tendency," which worked in the classic Marxist tradition, locating itself among the urban working class and youth as the driving forces of the revolution. It was a natural choice for Marcel, since the "proletarians" supported alliances in which revolutionaries were subordinated to the anti-Somoza wing of the bourgeoisie, to which Marcel belonged. But, in the end, Marcel's comings and goings before and during the civil war were watched by all --Sandinistas and Somocistas alike. "He got into trouble once, in fact, because a group of compañeros, from another Sandinista faction, who didn't know Marcel was on our side, rushed into Marcel's house, which as far as they were concerned, was a Somocista house," a friend remembers. Marcel's parents were in Miami at the time, but his grandmother, Margarita Debayle, came out of her bedroom when she heard Marcel arguing heatedly with two strangers. At the same time, another two stormed into the house. A Sandinista rebel commando in charge of finding Somocista weapons for the "prolonged people's war tendency" was paying them a visit. Speaking menacingly in front of his grandmother, they told Marcel they knew he was hiding an arms cache somewhere in the house. At first, Marcel seemed utterly confused, unable to think clearly. On the one hand, these men were Sandinistas and therefore, friends; on the other hand, he couldn't reveal his connection with the "proletarians." They probably would have not believed him. One of the rebels discovered the arms in an underground tunnel, built by Marcel's father, which went from the master bedroom to the outside highway. They accused him of being a Somocista, and took the lot away. ***** The mystery of Marcel's death lies under an overwhelming mass of dross; it is buried under the dust, weeds and mangled earth of roots, redolent of portents, omens and ghosts, like Nicaragua. Beyond the Sandinista official version or the theory of their opponents, neither based on tangible proofs and, more importantly, on the premise that Marcel's murder was strictly political. Fundamental reasons not verified by concrete facts, none of which are all that easy to decipher have led my way. They are all a part of a confusing puzzle that include, in Marcel's case, values of Christianity, a solid U.S. college education, his commitment to a radical change in Nicaragua, his arrogant idealism, his height, his physical attributes, his white skin and wavy hair and, finally, his name and background, neither of which made him into a working class hero; and in the Somoza family's case, almost a quarter of a century of rule, power, greed with the unequivocal support of the U.S.; and, in Nicaragua's case, ignorance, lack of national identity, illiteracy, inferiority complex, where survival, for the working class, meant pleasing the "patron" by working their land (if this reads disconnected, disjointed, not quite right and at times ungrammatical, it cannot be otherwise, for so are the pieces in the puzzle leading to Marcel's death, and so is the labyrinth that makes Nicaragua what it is). When he graduated from Williams College in the United States, Marcel was the recipient of high honors (none of these equaled the ones he received when he died, for his murder gave him military honors he didn't perhaps deserve, a futile attempt to extract him from his class origins and rise him to the ranks, held by quite a few, of being "a martyr of the Sandinista revolution;" according to Sandinista Commander Borge, after he died, "every Sandinista in Nicaragua is Marcel's brother;" eureka, Marcel had made it, he had been able to overcome his class origins, or had he?). I believe Marcel never quite disentangled himself from the trappings of his class origins, of his kinship to the family dynasty he rejected. Not unlike Shakespeare's Cassius, as he claimed to be a poet while facing a crowd of angry Romans who thought he was an executioner, Marcel was killed for being a man, for having roots. As he tried to deal with his contradictions, someone stepped over his poetry. The question is who, and why. When Tachito, the uncle Marcel resented being related to and whose doings he felt committed to undo, was ousted, he stripped Nicaragua's treasury of more than $350 million, according to some accounts. He also left a cesspool of misery where "deep-rooted hatred proliferates," as Marcel wrote in a poem. "Deep-rooted hatred." There lies my first clue. Y ahora mi hermano Noel. Su preferido. El loco Noel que se había transformado en un gran nadador. Cáncer. Metástasis. Como ella. No lo hemos mencionado pero lo sabemos. Su mirada ha cambiado. Es dulce. Una cierta suavidad y tranquilidad se asoma a sus ojos. Zingonia dice que es Dios, que sabe que se va a morir. Que dice que está en paz. No estoy segura. Si lo veo igual de muchas maneras. Siempre acelerado pero ahora se cansa. Y no puede moverse. Y envidia a los que pueden caminar. Nadie como mi hermano puede querer morir. Está haciendo lo que puede para vivir. Claudia ya no existe.