Este análisis se publicó en el semanario nicaragüense Confidencial hace seis años. Lo recupero porque me pareció interesante recordar la encrucijada de aquellos tiempos, que podría servir para reflexionar sobre las elecciones que se avecinan en México:
México D.F.- Nadie que se presuma serio puede predecir con claridad meridiana el resultado del peligroso, pero interesante, juego de fin de siglo que está por concluir en México. Es cierto que se trata del mismo añejo juego sexenal, pero está hora sujeto a novedosas reglas impulsadas en gran medida por el actual presidente Ernesto Zedillo.
Son casualmente esas reglas las que obligarían al más vetusto partido del planeta, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), a cederle la silla ejecutiva a otro el próximo dos de julio. Es decir, asumiendo que el PRI pierda, lo cual no es un hecho.
Lo que sí es un hecho es que ya no podrá hacer fraude masivo, cosa que para el poderosísimo aparato del PRI, era una segunda piel, cuyos colmillos ya quisiera tenerlos Fidel Castro.
Pero los colmillos se desgastan con los años.
En México, el desgaste empezó hace 12 años. Hasta entonces, el PRI siempre ganó las elecciones porque… así era la vida en México. Muchos gritaban “foul” con un vozarrón de aquéllos. Pero más allá de eso, poco hicieron, lo que no quiere decir que sus llamados de atención cayeron en saco roto. Lograron, para ser justos, que la llamada “dictadura perfecta” empezara a fracturarse un tanto.
Todo empezó en 1988. La crisis económica se había vuelto inaguantable. Y, si le creemos a la gran mayoría, los mexicanos decidieron votar de manera masiva por otra opción, por la del primer candidato que gritó “foul” y que hoy muchos llaman “un espejismo precolombino”, Cuauhtémoc Cárdenas.
Los colmillos del PRI, sin embargo, aún no habían perdido su agudo filo, y lograron, literalmente, descuartizar los resultados electorales y esconder su derrota. ¿Cómo? Fácil. El sistema de cómputo del PRI-gobierno para contabilizar votos se cayó. Así de simple y sencillo.
Cuando volvió a funcionar, el vencedor no era Cárdenas, tal como los “exit polls” aseguraban, sino Carlos Salinas de Gortari, del PRI, por supuesto.
Ese tipo de espléndida jugarreta, que el PRI ha sabido manejar magistralmente durante décadas, hoy es cosa del pasado. Por lo menos así lo aseguran moros y cristianos.
“Nos importa el juego, no el resultado del partido”, afirmó hace poco José Woldenberg, presidente del flamante e independiente Instituto Federal Electoral (IFE), creado tras las reformas electorales impulsadas por Zedillo.
Pero si el juego es un hito en México, es casualmente porque el resultado no está asegurado.
El duelo Labastida-Fox
Según las encuestas, de los seis que le entraron al partido, sólo tres cuentan. Bueno, en realidad, sólo dos. Uno es Francisco Labastida, candidato del PRI y militante de viejo cuño. El otro es Vicente Fox, el imponente Norteño de Las Botas Puestas, quien encabeza una coalición de partidos de oposición conservadores.
El tercero es un icono de la izquierda, Cuauhtémoc Cárdenas, El Caballero de la Triste Figura, quién sólo importa en el juego porque podría quitarle a Fox hasta un 14 por ciento del total de votos.
Si la contienda fuera entre Labastida y Fox, los votos de Cárdenas muy posiblemente le hubieran tocado a Fox, con lo cual una derrota del PRI sería una posibilidad más concreta. Hubo incluso un intento fallido de establecer una alianza entre Fox y Cárdenas. Pero, ante el fracaso, es difícil apostarle al ganador sin temor a equivocarse.
Por más “moderno” que parezca, éste no ha sido un juego de ideas, sino de personalidades. Pero, en fin, creo que es importante señalar en qué consisten las así llamadas plataformas electorales de los tres finalistas.
Las ofertas electorales
Primero Fox, no por orden alfabético, sino porque es el único candidato de la oposición con posibilidades de derrocar al PRI. De presencia imponente, divorciado, representa una opción “conservadora moderna”, y busca darle “un rostro humano a la economía.”
El Norteño de Las Botas Puestas promete respetar el carácter laico del Estado, impulsar más reformas estructurales, aumentar los salarios, crear una banca social con instituciones de microcrédito, que permita el acceso a familias de bajos recursos, y, para no cansarlos, “aclarar todo lo que no ha sido aclarado“ por el PRI.
Labastida, como abanderado del PRI, promete que “el poder sirva a la gente”, leyes más severas contra los delincuentes; crear otra Secretaría de Estado para garantizar la Seguridad Pública, y, en general, reitera las promesas de sus predecesores.
La plataforma de Cárdenas, tal como fue divulgada en un debate televisivo entre los tres finalistas, tampoco incluye sorpresas: promete lograr una autonomía sindical y una educación para todos por igual; combatir la corrupción, poner fin a las impunidades, realizar una reforma fiscal.
Ninguno de los tres ha dicho exactamente cómo llevaría a cabo sus promesas, que, en todo caso, sería lo relevante. Pero, repito, ésta no es una disputa de ideas. Sí de personalidades; aunque, la interrogante de fondo es otra: ¿Perderá el PRI de una buena vez?
Se trata, entonces, de una elección “moderna” en un escenario de principios de siglo. Interesante combinación, sin duda.
Ojo a ojo contra la maquinaria del PRI, las reformas electorales destacan como signo de los nuevos tiempos.
El IFE, por ejemplo, se ha ganado la confianza de la gran mayoría; tiene prestigio y es considerado profesional. Pero, según analistas de todos los colores, hay problemas estructurales del sistema que están fuera de su control.
Escenarios inéditos
Lo novedoso, a fin de cuentas, es la posibilidad de que el PRI pierda. Y surge otra pregunta: ¿Qué pasaría en México si ello sucede?
Si escuchamos a la opinión pública, existen dos posibilidades. Una, que el PRI acepte su derrota y se acomode a su nuevo papel como partido de oposición. Dos, que ante la derrota, se desintegre. Pero nadie considera viable que cante fraude, o que solicite una investigación del resultado de los comicios. Imposible, porque fue el PRI (su presidente, sus reformas, sus instituciones) el que estableció las reglas del juego.
Pero, ¿si el PRI gana? Existen por lo menos dos posibilidades. Una, si gana por un escaso margen, que la oposición impugne el resultado y se arme la de San Quintín en México. Dos, si gana por un amplio margen, ídem, pero que eventualmente se calmen los ánimos y regrese el PRI al poder por lo menos por otros seis años.
En anticipación de la primera, ya la oposición se está preparando. Alianza por el Cambio, de Fox, y Alianza por México, de Cárdenas, establecieron un pacto que indica de manera diáfana que no están dispuestos a cerrar los ojos ante lo que podrían considerar un resultado “amañado.” Saben, o sospechan, que si gana el PRI, será porque su maquinaria logró presionar, coaccionar, amenazar, intimidar y utilizar los recursos públicos a su favor.
En todo caso, no se trataría de una repetición de 1988, por dos razones. Una, porque el fraude masivo es imposible. Y dos, porque la oposición, en doce años, llámese cómo se llame, tiene una fuerza moral y política mucho mayor que hace doce años.
“Si el 3 de julio tenemos un triunfo del PRI por escaso margen, la dimensión fraudulenta de ese resultado nos llevará a un complicado conflicto poselectoral; de ese tamaño es el riesgo,” escribió un columnista del diario La Jornada días atrás.
Pierda o gane el PRI el próximo 2 de julio, México iniciará el primer año del nuevo milenio con un rostro nuevo. Si pierde, está claro por qué. Si gana, será sin duda minoría en el Congreso, habrá sin duda perdido la alcaldía de Ciudad México (el segundo cargo más importante en el país) y la oposición habrá sin duda ganado la gobernatura de un mayor número de estados en el país.
Así, el juego que impulsó Zedillo, debilitando el sistema presidencialista en el que el PRI se asentaba, impedirá, sin duda, que su partido pueda seguir robándose todas las bases en la próxima contienda presidencial del año 2006.
miércoles, octubre 12, 2005
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