jueves, julio 28, 2011

Los Pininos de Murdoch en Nueva York



Por María Lourdes Pallais
Nadie más cotizado en la prensa internacional hoy que el octogenario halcón del periodismo mundial, Rubert Murdoch, salvo quizás DSK. El primero por su forma de hacer periodismo tras haberse convertido en jefe supremo de una empresa con más de 50,000 empleados y dueño de docenas de periódicos y cadenas de televisión en varios países. El otro, ya sabemos: sexo, poder y algunas lágrimas (no de él, claro está).
Nadie, o pocos, recordarán al recién llegado ricachón australiano quien, --como recuerda Richard Reeves en su artículo “Perdí mi oportunidad de orinarme sobre Murdoch” (http://www.truthdig.com/report/item/i_missed_my_chance_to_pee_on_rupert_murdoch_20110713)--, llegó a Nueva York a principios de los 80s buscando talento para dirigir sus empresas.
En Craig Ammerman --mi primer jefe en la Mesa Metropolitana de la Associated Press en Nueva York-- encontró al idóneo director del nuevo New York Post, que pasó a ser el tabloide vespertino más leído en la Gran Manzana.
Craig traía el gusano murdochiano dentro. Lo viví en carne propia.
Cuando ya se sabía que Ammerman se iría con el del país de los canguros, yo era una reportera recién llegada (verde que te quiero verde) a la mesa metropolitana de la agencia neoyorquina. Sucedió que Irene Maxwell, una gran amiga escocesa -guapa, joven y exótica diseñadora- fue acuchillada a muerte una madrugada saliendo de un club del barrio Tribeca. La noticia, en un escueto cable, recorrió todos los diarios del país. Pensé que ahí quedaría, inocente de mí. Le pedí permiso a Craig para asistir al entierro, que sí, era privado (le contesté) y claro, sin acceso a la prensa (también le contesté). “Go, y por supuesto, si te sientes con ganas de escribir algo, aquí te esperamos. Good luck”.
Fue la primera vez en mi vida que sentí ese golpe seco tan particular, ese ardor íntimo en lo más profundo de algún lugar impenetrable que es indispensable sentir cuando uno es periodista y se siente ante un reto. ¿Cómo escribiría como periodista sobre un tema tan personal y doloroso? Eso no me lo habían enseñado en la escuela de periodismo de la Universidad de Columbia. No tenía ni idea, pero sabía que tendría que regresar a intentarlo. Y tendría que escribir algo bueno, una primicia, sobre el sangriento asesinato callejero de una gran amiga cuyo cadáver tendríamos que enviar hasta Escocia.
Lo hice (todavía no sé cómo resolví mi conflicto interno, si es que lo resolví). Con datos que nadie más tenía, incluyendo el último poema de Irene sobre su amor por la vida. Y fue la nota más leída al día siguiente en el New York Post que ya estaba en manos de Murdoch y de Craig por supuesto. Fui vitoreada en AP. La recién llegada (y encima, latina…) con su “scoop”. En mi casa, mi mari-novio compró 10 ejemplares del Post y los colocó sobre la cama, abiertos todos en la segunda página con mi nota sobre Irene.
Esta tragedia personal que se convirtió en mi primer éxito periodístico, fue mi introducción al funcionamiento interno del estilo del ahora tambaleante magnate de los medios, Rupert Murdoch.

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