martes, noviembre 22, 2005

La araña y el semáforo



Sus finísimas, largísimas y estilizadas patas, eran la envidia de sus compañeras. Ella, en telas desprolijas, sabía desplazarse con garbo.

Había aprendido a columpiarse con un estilo desenfadado y señorial, como trapecista. Hubo quienes juraron que lo hacía cantando. Nunca empañó sus ojos vidriosos con horizontes foráneos ni sus saltos almidonados con sueños laberínticos fuera del entorno en el que se movía con destreza magistral.

Era la reina y la más ágil. Pero un día, sus gracias, se convirtieron en desgracias.

Empezó a quedarse aislada. Nadie quería estar cerca de sus acrobacias. Y ella necesitaba público. Pensó en cambiar, ser una más del montón. Demasiado tarde. Ya la habían dejado sola.

Lo peor, la tela pegajosa le había enredado las patas. Quiso cantar pero no pudo, quizás nunca había podido.

Desesperada, buscó con sus desorbitados ojos rojos el charco estancado ahí abajo. No vio su reflejo y se horrorizó.

Tenía que columpiarse como sólo ella podía para zafarse de la tela que finalmente cedió. Cegada por una oscuridad para ella desconocida, cayó al charco, pero sin sus patas.

Al contacto con el agua lodosa, su pequeñísima caparazón cambió de forma. Se convirtió en una suerte de caja negra que disparaba colores, colgada entre el cielo oscuro de la noche y una avenida principal de una gran ciudad.

Emitía el color rojo y los coches estaban detenidos ante ella. ¿O él? ¿Qué sería? Sólo sabía que se había transformado en un aparato que despedía luces y que ahora, estaba en rojo, el tiempo suficiente para ver que la noche transitaba lenta, y que, iluminados por los faros de uno de los autos, un par de niños vestidos de ´payasitos’ realizaban malabares con antorchas de fuego.

El espectáculo duró poco menos que un cambio en sus luces, de rojo a verde, lo suficiente para que el más pequeño los recorriera todos en busca de alguna moneda.

La araña convertida en semáforo fue testigo. La mirada del pequeño se estrelló con las ventanillas cerradas y la indiferencia de ansiosos conductores. Y no pudo hacer nada. No controlaba sus luces, que se habían convertido en su esencia.

¿Dónde habrían quedado sus patas?

Autor: María Lourdes Pallais Copyright © 2005 - Todos los derechos reservados.

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