El 28 de febrero de 1986, el Primer Ministro sueco Olof Palme fue asesinado por un desconocido mientras paseaba en compañía de su esposa a la salida de un cine. El crimen nunca fue resuelto, convirtiéndose para Suecia en el “enigma del siglo XX”. El caso prescribió el pasado 28 de febrero.
Por coincidencia del destino, una tragedia de mayores dimensiones azota a la vecina Noruega justo cuando se cumple un cuarto de siglo del asesinato de Palme, hecho que, según la mayoría, “despertó” a Suecia de su naiveté.
El pasado 22 de julio de este año, en Oslo y la vecina isla de Utoya, más de 90 personas murieron en un doble atentado perpetrado por Anders Behring Breivikn, un noruego de 32 años de tendencia ultraderechista, identificado como "fundamentalista cristiano" e "islamofóbo".
En ambos casos, el blanco ha sido, sin duda, la Socialdemocracia escandinava.
Si Suecia perdió su inocencia en el invierno de 1986 con el asesinato de Palme, la vecina Noruega hizo lo propio hace un mes, a manos de un “terrorista solitario” autoproclamado “templario” de una nueva “guerra santa”, haya actuado sólo o no.
“Para nosotros, (la masacre) es como un despertar ante el hecho de que este tipo de barbaridad no sólo pasa en países tradicionalmente conflictivos, sino también aquí mismo, en casa (…) Ninguna sociedad es inmune a la maldad”, confiesa a Quadratín, con dolor, Lavinia Belli, una maestra de español residente en Oslo desde hace casi una década.
“Ya no podremos decir que éste es el país en el que ‘nunca pasa nada’, pues lo peor que puede pasar, ya pasó. Se ha perdido algo de la inocencia y se nos ha hecho ver que aún en una de las sociedades más avanzadas del mundo, hay sitio para la maldad pura y dura”, reflexiona Lavinia, madre de tres adolescentes.
A un mes de los atentados, las familias de las víctimas podrán visitar por primera vez la isla de Utoya para recordar a sus muertos, enfrentarse a lo ocurrido en la masacre contra el campamento de verano sueco.
Sí, los familiares de las víctimas podrán pasear por la isla para ver dónde perdieron la vida sus seres queridos. Se espera que acudan unos mil 300 familiares, que serán trasladados en un ferry y un barco militar, acompañados de médicos, policías y voluntarios de la Cruz Roja, a una ceremonia fúnebre, parte del luto “digno” que se ha decretado en el país.
Para este domingo 21, está prevista una ceremonia en Oslo con representantes del gobierno, de la Casa Real Noruega, los familiares de las víctimas, así como con los supervivientes y las fuerzas de rescate.
En aquella parte del mundo que en México poco conocemos (y menos aún entendemos), donde la vida se recupera poco a poco del trauma que sigue fresco en las flores que deja la gente ante el Parlamento --o cerca de la zona cero en reconstrucción--, lo importante es que todo siga “en calma y en orden”.
Pero, sin duda, en Noruega algo ha cambiado. “Es nuestro Olof Palme”, dicen algunos. “Perdimos la inocencia”, repiten otros. “Las familias y los amigos de las víctimas están marcados para siempre y seguramente todo el país va a recordar esta fecha por mucho, mucho, tiempo”, relata Lavinia.
A pesar de las cicatrices que el doble atentado del 22 de julio pasado han dejado en todos, sin saber todavía bien a bien quién es el tal Breivik, Noruega quiere renacer de las cenizas. Porque, aunque lleva ya el sello de la “Scarlet Letter”, sus muertos no han logrado sepultar al país de los vikingos invencibles.
Tercos, convencidos que su sistema de gobierno es el mejor del mundo, el más humano, los noruegos se mantienen unidos, confiados que la justicia resolverá. Quizás por eso “no ha habido debate sobre armar a la policía; no se han reforzado medidas de seguridad; ni se ha pensado en restringir la entrada de inmigrantes; ni cambiar un ápice las políticas que favorecen la multiculturalidad en la sociedad. La normalidad dentro del duelo colectivo, es total”, nos cuenta Lavinia.
¿Y el castigo al autor confeso de los crímenes, un fundamentalista cristiano de 32 años?
“La verdad es que se habla poco del castigo que seguramente le va a caer (…) Pero no se habla de venganza ni de darle un castigo excepcional. Hay que aplicar la ley con rigor. Claro, la gente espera que le caiga la condena más dura, unos 30 años...”.
Esta tragedia nacional, la peor desde la segunda guerra mundial en el país que otorga el Premio Nobel de la Paz, ha sido un ataque frontal a los valores que han hecho de la sociedad noruega una comunidad abierta, tolerante, pacífica –el mejor país del mundo para vivir, según la ONU.
Pero el asunto no termina ahí. La masacre en el país nórdico preocupa a otros países de Europa Occidental; es un foco rojo que refleja el crecimiento de la extrema derecha, alimentado por una mezcla tóxica de intolerancia antiislámica y antiinmigratoria y por la profunda crisis económica que atraviesa el Viejo Continente.
Por coincidencia del destino, una tragedia de mayores dimensiones azota a la vecina Noruega justo cuando se cumple un cuarto de siglo del asesinato de Palme, hecho que, según la mayoría, “despertó” a Suecia de su naiveté.
El pasado 22 de julio de este año, en Oslo y la vecina isla de Utoya, más de 90 personas murieron en un doble atentado perpetrado por Anders Behring Breivikn, un noruego de 32 años de tendencia ultraderechista, identificado como "fundamentalista cristiano" e "islamofóbo".
En ambos casos, el blanco ha sido, sin duda, la Socialdemocracia escandinava.
Si Suecia perdió su inocencia en el invierno de 1986 con el asesinato de Palme, la vecina Noruega hizo lo propio hace un mes, a manos de un “terrorista solitario” autoproclamado “templario” de una nueva “guerra santa”, haya actuado sólo o no.
“Para nosotros, (la masacre) es como un despertar ante el hecho de que este tipo de barbaridad no sólo pasa en países tradicionalmente conflictivos, sino también aquí mismo, en casa (…) Ninguna sociedad es inmune a la maldad”, confiesa a Quadratín, con dolor, Lavinia Belli, una maestra de español residente en Oslo desde hace casi una década.
“Ya no podremos decir que éste es el país en el que ‘nunca pasa nada’, pues lo peor que puede pasar, ya pasó. Se ha perdido algo de la inocencia y se nos ha hecho ver que aún en una de las sociedades más avanzadas del mundo, hay sitio para la maldad pura y dura”, reflexiona Lavinia, madre de tres adolescentes.
A un mes de los atentados, las familias de las víctimas podrán visitar por primera vez la isla de Utoya para recordar a sus muertos, enfrentarse a lo ocurrido en la masacre contra el campamento de verano sueco.
Sí, los familiares de las víctimas podrán pasear por la isla para ver dónde perdieron la vida sus seres queridos. Se espera que acudan unos mil 300 familiares, que serán trasladados en un ferry y un barco militar, acompañados de médicos, policías y voluntarios de la Cruz Roja, a una ceremonia fúnebre, parte del luto “digno” que se ha decretado en el país.
Para este domingo 21, está prevista una ceremonia en Oslo con representantes del gobierno, de la Casa Real Noruega, los familiares de las víctimas, así como con los supervivientes y las fuerzas de rescate.
En aquella parte del mundo que en México poco conocemos (y menos aún entendemos), donde la vida se recupera poco a poco del trauma que sigue fresco en las flores que deja la gente ante el Parlamento --o cerca de la zona cero en reconstrucción--, lo importante es que todo siga “en calma y en orden”.
Pero, sin duda, en Noruega algo ha cambiado. “Es nuestro Olof Palme”, dicen algunos. “Perdimos la inocencia”, repiten otros. “Las familias y los amigos de las víctimas están marcados para siempre y seguramente todo el país va a recordar esta fecha por mucho, mucho, tiempo”, relata Lavinia.
A pesar de las cicatrices que el doble atentado del 22 de julio pasado han dejado en todos, sin saber todavía bien a bien quién es el tal Breivik, Noruega quiere renacer de las cenizas. Porque, aunque lleva ya el sello de la “Scarlet Letter”, sus muertos no han logrado sepultar al país de los vikingos invencibles.
Tercos, convencidos que su sistema de gobierno es el mejor del mundo, el más humano, los noruegos se mantienen unidos, confiados que la justicia resolverá. Quizás por eso “no ha habido debate sobre armar a la policía; no se han reforzado medidas de seguridad; ni se ha pensado en restringir la entrada de inmigrantes; ni cambiar un ápice las políticas que favorecen la multiculturalidad en la sociedad. La normalidad dentro del duelo colectivo, es total”, nos cuenta Lavinia.
¿Y el castigo al autor confeso de los crímenes, un fundamentalista cristiano de 32 años?
“La verdad es que se habla poco del castigo que seguramente le va a caer (…) Pero no se habla de venganza ni de darle un castigo excepcional. Hay que aplicar la ley con rigor. Claro, la gente espera que le caiga la condena más dura, unos 30 años...”.
Esta tragedia nacional, la peor desde la segunda guerra mundial en el país que otorga el Premio Nobel de la Paz, ha sido un ataque frontal a los valores que han hecho de la sociedad noruega una comunidad abierta, tolerante, pacífica –el mejor país del mundo para vivir, según la ONU.
Pero el asunto no termina ahí. La masacre en el país nórdico preocupa a otros países de Europa Occidental; es un foco rojo que refleja el crecimiento de la extrema derecha, alimentado por una mezcla tóxica de intolerancia antiislámica y antiinmigratoria y por la profunda crisis económica que atraviesa el Viejo Continente.
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