Las caras de Claudia
"Como soy una mujer como cualquier otra, ¡mejor bailo!" Matilde la Mole
I.
La mirada ineluctable, terca, e impenetrable. Como la de la luna cuando no la vemos. Siempre la tuvo vedada, pero ese día, esa tarde, una de sus últimas, fue sobre todo enigmática.
-Mamita. ¿Ya te quieres ir a tu casa?, preguntó Claudia acercándose a esa cama escuálida que le quedaba chica a su madre, creyendo, sin pensarlo, que aquella mirada era eso, lo que tenía que ser, maternal, nada misterioso, nada complicado.
-Claro, ya se quiere ir. ¡No quiere otra cosa!, contestó Adriana, su amiga y guardiana, como ese su tono resentido, golpeador, sentada en un sillón de plástico que la hacía verse insignificante, pero que no le escondía su cara de dueña, la única que sabía lo que su madre quería.
-¿Le preguntaste?, se atrevió a decir Claudia, la hija mala, la que la ponía nerviosa a su madre.
-Claro que no, pero lo sé.
Eran órdenes de quien se creía, o se sabía, la intérprete de los deseos íntimos de Laura, su madre, y fueron acatados.
Pero lo más memorable seguía siendo esa mirada. Congelada en ella, pero que lo abarcaba todo. Era la misma que Claudia conocía desde niña, pero ese día, era fulminante y tenía mucho de terminal, de sentencia silenciosa o de despedida sin regreso, quizás de esos adioses que dejan los que se van para siempre, de esas últimas expresiones de vida con un significado que nosotros, que nos quedamos, nunca sabremos.
Pero demonios, ¿qué le decía su madre? ¿Por qué no la dejaba de apuntar? ¿Qué quería? Quiso preguntarle, o lo pensó, pero las voces que la rodeaban se lo impidieron.
-Mamita, dime qué quieres. O no me digas, pero yo te quiero con toda mi alma. No importa el pasado. No te preocupes por mí.
Eso quería decirle y pararlo todo: las órdenes de aquella que se creía su dueña, la camilla que esperaba en el corredor para llevarla en una ambulancia, las medicinas que tendría que llevar a la casa, las enfermeras, la bulla torpe del hospital que quería que ya se fuera de una buena vez.
-Hay que moverla ya.
Claudia escuchaba sus gemidos, “No, no, no quiero” y no podía soportarlo.
Tomó el elevador y bajó sola. Como solía hacer ante situaciones que no podía controlar, sin testigos, ante el espejo del ascensor, apretó los puños y pegó un par de gritos. “Carajo, mierda, puta madre”.
Llegó a la entrada del hospital donde ya estaba la camilla, con su madre encima, diciendo siempre que no, que no quería.
-Mamita, mamita linda.
Pero a Claudia no le salía ser eso de ser enfermera. No era su fuerte calmar a nadie, menos a su madre que se estaba muriendo y viajaría en una ambulancia a su casa para hacerlo ahí.
Quiso huir, tomar un taxi, pero si la dueña de su madre ya no estaba cerca, sí estaba Cristina, su enfermera, que la miraba de reojo y cuchicheaba con una colega, la que el hospital había designado para acompañar los últimos días de su madre.
-La señora María José sí acompañó a su madre en la ambulancia cuando la trajimos.
Horror de horrores. Ella también lo haría, por supuesto. Faltaría más.
-Señora Claudia, que el chofer nos recoja aquí por favor, no del otro lado de la calle.
Su madre se estaba muriendo, ella tendría que acompañarla en ese trayecto a su último destino, como la dueña lo había ordenado, sin darle la droga que la ayudaría a ignorarlo todo, y encima la enfermera le daba órdenes. Insoportable pero imposible huir de todo aquello.
-Ay, ayayay, ayayay, decía su madre mientras cerraba los ojos y se hundía lo más que podía dentro de sí, de su alma moribunda, de su realidad asquerosa, de su entorno que no controlaba.
Y la ambulancia, qué vergüenza de chatarro, se detenía en todos los semáforos, no sabía cómo llegar, perdió la ruta, el tercer mundo y sus realidades, en fin, llegaron, quien sabe cómo, al edificio donde la madre de Claudia había vivido casi 20 años y donde sin duda, pronto moriría.
Claudia subió corriendo antes que nadie.
-Tía, la cama de mi abuela no sirve
-Señora, las medicinas que le dieron no son suficientes
-Señora, no entra la cama en el cuarto.
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II.
A todo vapor empiezo a contar sobre aquél día que morí. Dejé de sentir que mi corazón palpitaba y escuchaba que decían “está en coma”. A lo mejor era cierto. O en coma o muerta, pero no estaba allí.
Y yo que creía que la muerte era desaparecer para siempre. No es cierto.
La muerte fue para mí el fin de mis conflictos, pero no el fin de mi vida.
Empecé a escuchar sonidos nuevos, como de flauta. Empecé a sentir caricias sutiles, como de viento. Entré a un túnel luminoso, como camino al cielo, pero sin ángeles ni santos.
Llegué a un espacio sin arco iris, pero iluminado por todos los matices que nunca ví antes con claridad -- los verdes suaves, los amarillos desnudos, los azules dormidos, los dorados sin brillo...
Sé que apunté mi mirada a mi hija, la que tenía enfrente. Fui dura, pero no podía ser de otra manera. Quién sabe qué pensaría ella, pero yo estaba mirando a la nada, y ella estaba en ese ángulo. Creo que ni la reconocí. O quizás sí en algún misterioso momento, cuando ella me miró suplicándome algo. Quién sabe qué quería. Si yo le di siempre todo lo que pude. Y ya me había llegado la hora de descansar.
Empecé a recordar tantas cosas, mi vida me pasó por la mente, la que me quedaba, como pintada de miles de escenas sin secuela cronológica, como un tren que deja una humarada pero que nunca se detiene.
Y me pasó lo que nunca antes. Las preguntas se agolpaban mientras los vacíos se llenaban en algún lado de mi cuerpo. La vida se disipaba, como las angustias, mientras sentía la camilla helada, escuchaba los frenos de los carros y algo me dolía, pero no sabía muy bien donde. Mi hija a mi lado, la mayor, pero a mi sinceramente no me importaba nada. Ella o la otra, lo claro era que me estaba muriendo, lo que nunca pensé me sucedería de esa forma.
Y, sin buscarlo, recorrí partes de mi vida que ya no tenían mayor importancia pero que se me aparecieron indómitas mientras me subían a mi casa en esa camilla que no entendí nunca de donde salió y yo gritaba “no quiero, no quiero”, pero en realidad no sentía nada.
Jugué al matrimonio perfecto, y fracasé. Nunca acepté en mi casa a la amante de mi marido, ni padecí la fealdad de la desdeñada, de la que se empeña en la necia fidelidad enseñada durante siglos por las mismas mujeres, ni fui la buena esposa abandonada con cuatro hijos que implora a San Compadecido que se apiade de ella, ni fui la mujer exitosa que al vislumbrar una aventura la complica y queda lastimada por el engaño.
Los pensamientos se atropellaban en mi cabeza y yo llegaba a mi cuarto, pero la cama era otra. Todos me miraban con dolor, y yo ya no sentía nada.
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III:
Creo que mi vida empezó el día que abrí la puerta, la noche de mis 55 años, para acercarme al muelle, sentir el viento y tocar el agua diáfana del río. Enfundada en un abrigo de felpa de mi abuela, me senté escurrida sin pensar en otra cosa que el último grito de Adrián, hacía más de 10 años.
-¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? Dónde naciste, carajo! Dímelo de una buena vez...
¿Qué hora era? No importaba. Sólo recordaba que inventaba diálogos cuando llegaba el de la licorería con un pedido; cuando hablaba por teléfono, decía: “permíteme un momento” y fingía que hablaba con alguien: “ya voy, estoy en el teléfono”.
Sostuve largas conversaciones con interlocutores que nunca existieron, mientras pagaba al del OXO o el chavo de la farmacia. Llegué incluso a avisarle a nadie en mi recámara, para que me escuchara el chavo que me el suchi "¿tienes cambio de 200 pesos?
No quería que supieran que vivía sola, menos aún que estaba loca. A veces me pregunto si fingía bien, si me creían. Prefiero pensar que sí; que ni si se imaginaban que estaba hablando con nadie. Me hubiesen creído loca. Y no quería que nadie lo supiese. Con excepciones. Pocos, ni con tres dedos llegué a contarlos, esos que me querían sin condiciones, fuera o no loca, no me importaba que lo supiesen. Pero siempre me negué que lo supiesen los que murmuraban a mis espaldas, “¿cómo se le ocurre ponerse calcetas con zandalias? Está loca ...” Ni los que, en tono de chisme, comentan: “es una loca, dejó al mejor marido que tuvo, que la adoraba, que ahora es famoso y tiene mucho dinero”. Mucho menos mis jefes, que me miraban como bicho raro; o peor, como una perdedora, porque, después de recorrer el mundo y tener a mi alcance óptimas oportunidades profesionales, excelentes parejas, un lugar “digno" en la sociedad, mucho dinero y un par de hijos, morí sin tener nada, y para ellos, era nadie.
Por eso no quise que ellos supiesen que sí fui alguien: una loca de remate.
Menos que supiesen que una vez fui araña. Que mis finísimas, larguísimas y estilizadas patas, eran la envidia de mis compañeras. En telas desprolijas, sabía desplazarse con garbo. Se columpiaba con un estilo desenfadado y señorial, cual trapecista. Hubo quienes juraron que lo hacía cantando. Nunca empañó sus ojos vidriosos con horizontes foráneos ni sus saltos almidonados con sueños laberínticos fuera del entorno en el que se movía con destreza magistral. Era la reina y la más ágil.
Una noche de luna cuarto meguante, mientras ella se mecía displicente, se percató que estaba sola, que sus compañeras la evitaban y que dejaron de aplaudir sus acrobacias. Y ella necesitaba público. Pero ya la habían aislado de todas las colmenas.a tela pegajosa le había enredado las patas. Quiso cantar pero no pudo, quizás nunca había podido.
Aturdida, buscó con sus desorbitados ojos rojos el charco estancado ahí abajo. No vio su reflejo y se horrorizó, aunque nunca antes se había visto reflejada, salvo en las miradas de sus compañeras.
Para zafarse de la tela que la había atrapado, tenía que columpiarse como sólo ella sabía hacerlo. Y lo logró. Cayó al charco, cegada por una oscuridad para ella desconocida, y sin sus patas, que habían quedado enredadas en la última tela que conoció.
Al contacto con el agua lodosa, su pequeñísima caparazón cambió de forma. Se convirtió en una suerte de caja negra que disparaba colores, colgada entre el cielo oscuro de la noche y la avenida principal de una ciudad ruidosa, sin colmenas.
Emitía el color rojo. Los coches se detenían ante ella. ¿O él? ¿Qué sería? No lo sabía. Se había transformado en un aparato que despedía luces rojas y verdes, y que ahora, estaba en rojo. El tiempo suficiente para ver que la noche transitaba lenta, y que, iluminados por los faros de uno de los autos, un par de niños vestidos de payasitos hacían malabares con antorchas de fuego.
El espectáculo duró poco menos que un cambio de sus luces, de rojo a anaranjado. Creyó distinguir que el más pequeño de los acróbatas sometidos a su mando serpeaba los coches en busca de monedas.
La araña convertida en semáforo fue testigo. La mirada del pequeño se estrelló con las ventanillas cerradas y la indiferencia de los conductores. Y no pudo hacer nada.
Ahora emitía una luz verde. Los coches arrancaron con furia y los payasitos se refugiaron en una esquina. Y ella, prisionera de una caja ahí arriba, no controlaba sus luces, que se habían convertido en su esencia. ¿Dónde habrían quedado sus patas?
Ahora piensa tantas cosas… que si le decía que la había decepcionado, que si le decía que se iba preocupada por su futuro, que si sólo le decía que no entendía nada, que la quería con toda su alma, que nada, que la dejaran tranquila y que la dejaran mirarla, a ella, a esa hija que ella amó pero que no siempre pudo demostrárselo, a esa hija a la que ella enviaba cheques que ella nunca pudo cobrar (porque la firma aparecía donde no debía); a esa hija que le reclamó la ausencia de besos, caricias, calidez, cuando ya era muy tarde; a esa hija que la maltrató muchas veces pero que siempre la admiró; a esa hija que no entendió nunca muy bien pero que siempre apoyó, aunque muchas veces la desesperaba, “la ponía nerviosa”, decían.
Esa mirada, clavada como la de las estatuas que no reparan el contexto ni el bullicio, era enigmática, como lo fue ella después de todo siempre. Y es que era difícil entenderla. Nunca pudo ceñirse a un patrón. Fue buena hija, primero, pero en cuanto conoció al padre de Claudia, a los 15 años, se desbocó. Sin que se notara mucho. Ernesto era un buen partido: guapo, hijo de diplomáticos, con una prometedora carrera en su futuro y pariente de un dictador apapachado por Estados Unidos. Sus credenciales eran casi perfectas. Con la excepción de ser extranjero. ¿Nicaragua? ¿Dónde queda ese país?
Su mirada acompañada de su voz, silenciosa aquella tarde pero no por ello olvidada ni ausente. Estaba en aquel cassette que aún guarda y que escuchó después de enterrarla.
-Conmigo, el General siempre fue amoroso. Es que era ¡¡Un señor!!!
Esa voz tan suya, tan dinámica, como dardos, escupiendo opiniones mientras la memoria de Claudia, sin edición alguna, vomitaba recuerdos, anécdotas, momentos que definieron su futuro, olvidos que ella, mientras escuchaba, reclamaba, intentaba dibujar, para inmiscuirse en los orígenes de su infancia, de la vida de su madre: esa voz que la volvía a la vida.
-Estabas furiosa porque no me quedé a cuidarte cuando te operaron de la apéndice!, decía en la grabación, entre culposa y burlona.
-Celosa porque cuando Juan se quemó en todo el cuerpo, y lo tuvimos que llevar al hospital, yo no me separé de él ni un minuto… Pero es que no era lo mismo…
Tan cercano el sonido de su voz, ese sonido que le fue tan familiar durante tantos años, tan suyo y tan propio. Esa voz que muchas veces desentonaba en la cacofonía familiar, que tenía, en sus ojos, en su impulso, una energía vital tan diáfana que pocos soportaban. Esa voz que se encendía cuando encontraba un cauce, una salida o simplemente un tema que le permitiera expresarse. Esa voz tan generosa y a la vez tan ensimismada.
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IV
Tenía la mirada clavada en el horizonte que se vislumbraba a través de la ventanilla del avión, pero no lograba ver nada. Sabe Dios cómo habría entrado al aparato. Quién sabe quien la habría ayudado a subir las escalinatas, guardado su maletín de mano en la parte superior y sentado en una ventanilla, en la tercera fila.
Aún no había despegado el avión cuando se percató que regresaba a Estados Unidos, después de una semana de permanecer encerrada en una recámara, sin hablar con nadie.
-¿Qué le pasa a Claudette? Regresó hace tres días, quien sabe de dónde, y no ha salido del cuarto, preguntó…. a
Estaba embelezada en la luz que entraba por la ventana cuando se le acercó la aeromoza.
-Algo de tomar?
¿De tomar? De ninguna manera. No había comido en días y la idea de tomar algún líquido le disgustó. Seguramente había perdido varios kilos. Pidió un jugo de tomate y logró quitar la vista de la ventanilla.
Aún no había despegado el avión cuando se percató que regresaba a Estados Unidos, después de una semana de permanecer encerrada en una recámara, sin hablar con nadie.
(Sigue)
sábado, mayo 03, 2008
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